martes, 19 de noviembre de 2013

para vos que no vas a leerme nunca

tengo ganas de
ir a algún lado no sé a dónde y
que aparezcas de repente en silencio con tu sonrisa infame y tu cara de no sé nada pero sé todo y
me mires y te mire y nos miremos y no nos digamos nada y
después te vayas y yo me quede sola pensando en vos y en tu silencio y en tu sonrisa eterna que habrá quedado
      flotando en el aire y
que todo no haya sido un sueño como el sueño de esto mismo que tuve anoche

jueves, 29 de agosto de 2013

flâneuse

caminar en mi ciudad sí ya puedo darme el gusto de llamar a Boise
mi ciudad
sin que se me mueva un pelo sin siquiera pensarlo dos veces caminar como turista a paso lento perderme con la tranquilidad que da el saber que mi coche cual traje de superhéroe me espera en el estacionamiento en el que lo dejé antes de almorzar con mi amigo y en el que voy a terminar mi recorrida solitaria en algún momento pero no sé bien cuándo llegará ese momento sólo caminar

caminar dejarme llevar por la dispersa multitud que cruza la avenida y oler el aire que me llega de la gente al pasar a mi lado caminar caminar

caminar por mi cuadra favorita de la calle Ocho justo entre Myrtle y Front la calle Ocho que es la única peatonal del centro y pensar
a esta calle le falta un banco para sentarse
y enseguida darme cuenta de que acabo de pasar el único banco ocupado por dos tipos que acaparan toda la superficie y volumen y saber que no voy a pedirles permiso para sentarme con ellos aunque muy bien me lo darían porque estamos en Boise y casi todos
son o somos muy amables pero seguir caminando y soñar con que algún día podrían poner un segundo o tercer banco en esta calle tan gentil conmigo esta calle con su sombra con sus hojas tempranas del otoño que está a la vuelta de la esquina con su brisa que me invade me conmueve caminar

caminar y pasar por encima de la fuente al ras del piso que ahora está apagada y pensar qué gracioso sería que se encendiera justo en este momento y me empapara aunque no hace demasiado calor pero que igual me empapara y me pegara la ropa al cuerpo y me dejara desnuda y vestida para caminar

caminar caminar caminar sin rumbo aunque en mi cabeza está el mapa de mi ciudad que más que un mapa en mi cabeza en realidad está incrustado en bajorrelieve contra mi piel y saber en dónde estoy
sé en dónde estoy
y caminar y doblar la esquina en la calle Idaho y saber
saber que voy a pasar por la puerta de mi adorada tienda de ropa
y saber que voy a seguir de largo y no voy a entrar a probarme todo y no llevarme nada no voy a entrar
no
es caminar

caminar buscar un café como el bebedor que busca una copa y pensar que tal vez esta vez sí voy a sentarme y tomarme un único café como una única copa
porque va a ser sólo uno
o mejor un descafeínado
y no
seguir de largo pasar de largo el café y no llegar tampoco hasta el otro café que es tal vez mi lugar favorito pero en el que ahora tomo té y ya no café pero no ir ahí tampoco seguir seguir seguir deambulando como sin saber hacia dónde pero sí sé hacia donde caminar

seguir y dar vuelta la esquina en esa calle y ver a un tipo igual a Marcos Aguinis pero obviamente no es no puede ser Aguinis acá en Boise sería tan loco y tal vez resulta que sí es Aguinis y no sé si me hubiese cambiado mucho la vida el que lo fuera y seguir

seguir y entender que llevo un ritmo único es como bailar un vals conmigo misma porque es llegar a cada esquina y el semáforo cambia y puedo cruzar hacia donde voy porque sé muy bien a dónde voy

voy a ese lugar al que me lleva el camino

martes, 27 de agosto de 2013

Brujerías de la mente

Las brujas fueron una parte fundacional de mi infancia, y una de las brujas que más recuerdo (aparte de la que se me aparecía recurrentemente en mis sueños) es la Bruja Mala del Este. La primera vez que vi la película "El mago de Oz", con Judy Garland, tendría unos seis o siete años. Tras la cruda (e indudablemente prolongada) experiencia fílmica, sólo podía recordar a la bruja muerta, aplastada por una casa. De hecho, todo lo que se ve de esa bruja en la película son los zapatos rojos y las medias rayadas. Un escalofrío horroroso me recorría todo el cuerpo al recordar esos pies que se esfumaban, y la inexplicable y repentina aparición de los zapatos de la bruja en los pies de Dorothy.

Jamás olvidé esa escena, probablemente la única de todo el largometraje que quedó grabada en mi memoria, hasta que muchos años después, en Iowa City, Vera se enamoró de la película y la vio (y me obligó a verla) unas ciento cuarenta veces, por hacer un cálculo conservador. Fue así que me reencontré con la escena en cuestión, y recordé, tanto tiempo más tarde, mi sensación de náusea, de angustia, de terror liso y llano, al observar, cada vez, el encogimiento y desaparición de los pies de la Bruja Mala del Este, aplastada por la casa, y la aparición de los zapatos rojos en los pies de Dorothy. Pero ese terror ya no estaba; era sólo el recuerdo de algo que había sido indudablemente real, pero que ahora le pertenecía al pasado.

Hoy me pregunto cómo el tiempo cambia, embellece, apacigua aquello que nos aterra, hasta llegar a hacer que parezca hermoso, artístico, absolutamente perfecto.

sábado, 24 de agosto de 2013

Tres

¿No se suponía que todos los días tendría que sentirme un poco mejor?

viernes, 23 de agosto de 2013

insomne

última noche en mi cama vieja
algo
me impide acostarme y dormir
por más que son las doce de la noche y etcétera etcétera

es la última vez
que voy a dormir en esta cama
que quema
llena de recuerdos mezclados
incoherentes
inevitablemente pasados

y tal vez sea que no puedo meterme debajo de las sábanas
y pienso que podría
pasar toda la noche despierta y
lograr que anoche haya sido
esa última noche
en este colchón que me lastima

martes, 13 de agosto de 2013

Tormentas tropicales de verano

Despertarse en mitad de la noche porque cae un rayo muy cerca de tu casa es una experiencia que no les recomiendo. Como últimamente duermo como un tronco, la sensación es de que volvió la guerra fría y la Unión Soviética decidió, en un arranque de "les vamos a enseñar lo que es bueno a estos yanquis", bombardear el ignoto estado de Idaho. Pero unos pocos instantes despierta tras el sacudón alcanzan para entender que sólo se trató de la madre naturaleza que, por el volumen del sonido, acaba de enviar un mensaje muy cerca de mi casa.

Uno de los métodos que alguna vez me contaron que sirve para saber a qué distancia cayó el rayo es calcular los segundos (como si tal cosa se pudiera hacer sin un segundero) entre el relámpago y el trueno. Espero en la cama pacientemente, y enseguida veo la luz. Cuento en silencio, "Uno, dos, tres..." y antes de que me acuerde que al tres le sigue el cuatro, escucho el bramido. Si no recuerdo mal, eso significa que el rayo impactó a eso de unos tres kilómetros de donde yo estoy. Decido salir al jardín, para cerrar la sombrilla que cubre la mesa y acostarla en el piso, no sea cuestión de que termine siendo un improvisado pararrayos. Aunque, ¿cuál es la probabilidad de que caiga un rayo dos veces en el mismo lugar? Casi, casi como ganar la lotería dos veces. Medio raro, sí, pero existen eventos comprobados.

Una vecina una vez me contó que, muchos años antes de que yo me mudara al barrio, cayó un rayo sobre mi casa, y que por eso muchos pensaban que estaba embrujada, o jodida de alguna manera. El dueño anterior me contó también que él y su esposa habían intentado, sin éxito, plantar un árbol, no una sino dos veces en el jardín del frente de la casa, y ambas veces el resultado fue nefasto, con la muerte de sendos árboles poco tiempo después del trasplante. Cuando salgo al jardín a cerrar la sombrilla para no emular a Benjamín Franklin, pienso en los dos árboles que no pudieron ser, y me pregunto si será posible plantar alguna vez un tercero, o si no será mejor admirar el milagro de que simplemente el pasto pueda seguir creciendo tras saber que alguna vez impactó un rayo en este mismísimo lugar. Debería conformarme con tener todos los árboles que tengo en el fondo de la casa.

Pero como no soy un bicho conformista, y como lo que me guía es el optimismo, pienso que tal vez, y a pesar de los fracasos de la historia, algún día valdrá la pena plantar un tercer árbol. Incluso si llega a fenecer nuevamente, valdrá la pena haberlo intentado.

Justo antes de volver a entrar a la casa tras cerrar la sombrilla, veo otro relámpago que ilumina el jardín y me lo muestra en todo su esplendor durante unos brevísimos instantes. Cuento, "Uno, dos, tres..." hasta diez. El relámpago siguiente me hace llegar hasta veinte o más en mi cuenta. La tormenta se aleja. Es difícil saber si la calma me tranquiliza o me entristece. Pero que no haya caído un rayo sobre mi casa me hace sentir eternamente agradecida. No olvidemos que, después de todo, hoy es martes 13.

domingo, 11 de agosto de 2013

Claridades que se dibujan nítidamente en la silueta del humo de un cigarrillo

Freno en un semáforo, y veo que la señora al volante del Pontiac rojo que está a mi derecha tiene un cigarrillo encendido, que le cuelga entre los dedos índice y medio de su mano izquierda. En un acto reflejo, cierro rápidamente las ventanillas, que están abiertas a medias, antes de que el humo inunde el pequeño universo que ocupo con mis hijas en mi coche. Vera, a mi derecha (sí, hace rato que viaja en el asiento del copiloto), se sobresalta levemente, pero me conoce desde hace más de catorce años. Es mirar hacia afuera y entender enseguida el porqué de mi accionar. Sin necesidad de ser redundante, sólo dice, "Además, no tiene espejito". Noto entonces que, efectivamente, su espejo retrovisor lateral sólo es una carcasa sin relleno. "Con lo que gasta en tres paquetes de cigarrillos, seguramente podría comprarse un espejito nuevo", pienso en voz alta. "Pero todos tenemos prioridades distintas". Y entonces me doy cuenta de que no estoy hablando de la señora al volante del Pontiac rojo que está a la derecha, cuyas prioridades, francamente, me son indiferentes. Estoy hablando de otra persona.

Cuando llegó a mi vida, hace dos años y medio, yo sabía que él fumaba, pero me había dicho que estaba tratando dejar. Siempre un continuo, un gerundio: tratando, intentando, probando, luchando. La frase que usó, sin embargo, y que me conmovió, fue algo así como que  se había dicho a sí mismo que iba a dejar de fumar el día que tuviera a quien darle un beso de buenas noches. Pero las noches pasaron,  los besos se hicieron cada vez más esporádicos, y el cigarrillo siguió estando siempre presente. Casi como un recordatorio ardiente y mudo de lo que no pudo ser, de lo que jamás será. El cigarrillo es, en cierto modo, una causa lateral pero inevitable. El cigarrillo es el símbolo de la falta de compromiso, y de la falta de interés en un futuro juntos. Cigarrillo equivale a enfermedad y muerte en mi cabeza. Y hay ciertos tipos de muerte que ocurren incluso antes que la desaparición física. Entonces sé que cuando hablo de la tipa del Pontiac rojo, en realidad estoy hablando de él, y que su espejo retrovisor es mi beso de buenas noches. Irrelevante. Olvidable. Segunda prioridad (que es casi como decir prioridad de segunda). Su cigarrillo es el cigarrillo siempre encendido de alguien que, en mi vida, poco a poco se fue apagando.

El semáforo se pone verde. Salgo rápido, para poder pasar al Pontiac rojo y abrir las ventanillas. Las abro casi tan abruptamente como las cerré, pero esta vez las abro del todo. El viento inunda nuestro pequeño universo, revuelve las cabelleras, los papeles sueltos, las ganas de que este verano no termine nunca. Como todos los veranos, desde que me mudé a Boise, este es breve y tiene un final que se vislumbra en las noches más frescas y el comienzo incipiente de las clases. Y siempre está el verano próximo, claro, como expresión de deseo necesaria, para poder pasar el invierno que se me viene.



Acompaña Nerina Pallot, con "Cigarette"

miércoles, 1 de mayo de 2013

Geografías reales

Sabe que mientras el pueblo holandés la adora sin límites, en otro lugar, mucho más lejos, la palpan, la miden, le sacan el cuero. Desea que, algún día, dejen de juzgarla por los crímenes de su padre. Sabe que ese vestido azul la hace tan vieja como a la anterior reina. Sonríe, pero su sonrisa es distinta a la de Guillermo. En él, la sonrisa es sólo una parte más del porte y la formalidad de quien ha nacido y crecido así, y no conoce otra cosa. Ella, si bien no viene de una infancia humilde ni mucho menos, tuvo sin embargo que aprender todo ese yeite de la realeza muy rápidamente, y la sonrisa la delata. Siempre supo que su príncipe no será el príncipe azul de las películas de Disney, y ahora intuye que es reina en un mundo que, más por suerte que por desgracia, es muy diferente a esos mundos de fantasía. Pero en Argentina la miran, lo sabe, lo sabe muy bien. La miran y la juzgan, más por desgracia que por suerte, y trata de que no le importe, y lo logra bastante. Saca a relucir su belleza, que se ve un poco frustrada por esa ropa tan anticuada. Mientras tanto, en una esquina del público presente, Carlos y Camila sueñan con poder lograrlo antes de que su propio Guillermo los destrone en un anacronismo absurdo. Putean mentalmente a la reina Isabel II que, cual Highlander, no se muere más. Finalmente, en otro rincón del mundo, Carolina Luisa Margarita Grimaldi, princesa de Mónaco medita, mientras piensa en su madre y su esposo muertos, si realmente todo esto de la realeza valió la pena.

sábado, 30 de marzo de 2013

La reina de los gatos

El otro día conocí a la legendaria solterona excéntrica de los mil gatos. Esta era, sin lugar a dudas, la reina del arquetipo. La única diferencia era que esta señora estaba casada y había tenido hijos, pero fuera de ese detalle menor, era la caricatura hecha persona. Si hasta su cara lo decía a gritos, "¡gatos, gatos, gatos!", con sus anteojos en forma de ve corta, y su pelo oscuro y enrulado. Entramos a su casa, por motivos que no me interesa describir en este momento, y ahí estaban las seis criaturas, con sus cuatro patas y su cola obscena.

Credit: Neatorama.com
Matilda los vio, apenas cruzamos la puerta, y no pudo evitar exclamar "¡Seis gatos!" después de contarlos dos veces, para estar segura. La reina se deshizo en elogios felinos, describiendo lo que dio en llamar las "diferentes personalidades" de sus mininos, mientras los susodichos se daban por aludidos, o no, entre el sillón, la alfombra y el taburete del piano.

"Pero, ¿seis?" insistió Matilda. "Bueno, tenemos ocho más, pero están en otra parte de la casa", le contestó la reina gatuna. Tras lo cual se rió y le dijo que no, que era una broma, que sólo eran los seis que veíamos ahí en el living. Matilda pudo cerrar la mandíbula entonces, aunque sin saber muy bien por qué ya no tenía que mostrarse sorprendida.

Pero yo vi ese gesto fugaz, esa mirada casi imperceptible, que la reina intercambió
con su marido. Me parece que se llama "expresión de deseo".

jueves, 14 de marzo de 2013

Francisco I

el mundo (o eso que creemos que es el mundo) se detuvo ayer
esperando la noticia

y luego
¡el nuevo Papa es argentino! ¡el nuevo Papa es argentino!
gritaban cerca de mi casa

no tardaron en convertirlo
cual juego de soldaditos
en comodín para argumentos opuestos
y peleas perdidas sin siquiera haber comenzado

"para vos perra la tenés adentro"
"es una vergüenza genocida es el día más triste"
se gritan
sin darse cuenta de que son
gritos de sordos

y mientras unos ven a un santo salvador
y otros a un diablo cobarde
yo veo que hay gente que sigue y seguirá
muriéndose de hambre
sin que nada cambie

miércoles, 6 de marzo de 2013

Clase de música

Son las ocho de la noche y tuve un largo día que aún todavía no termina. A duras penas pude sacarme el maquillaje, después de una jornada que incluyó un largo experimento de química a la mañana, e interpretación para una delegación de San Luis Potosí, México, por la tarde. Cuando salgo de la cárcel, llamo a casa para asegurarme de que Vera llegó viva en bici, después voy buscar a Matilda a la escuela, la llevo a danza (no sin antes pasar por Powell's para comprar golosinas, es como la visita al quiosco), después vuelvo a casa a hacer la comida para Vera (Mike ya comió y hoy se acuesta temprano porque empieza muy temprano mañana), y dedico unos minutos a contestar un par de mails. Enseguida llega la hora de ir a buscar a Mati a danza. Volvemos, le preparo la cena, como algo yo (con los cuatro o cinco cafés del día no me alcanza), y le digo por enésima vez que termine de hacer los deberes. Después, mientras me lavo la cara, me doy cuenta de que Mike ya va a estar dormido cuando yo me acueste, porque antes de irme a dormir todavía tengo que terminar el experimento de la mañana que quedó inconcluso, tengo que empezar (por lo menos) a ver una película que tengo que tener vista para mañana a las doce del mediodía, y tengo que leer un artículo. Se me va la poca energía que me queda de sólo pensar en todo esto. También (¡cómo olvidarlo!) tengo que hacer una llamada telefónica antes de que se haga demasiado tarde, relacionada con la reunión que tengo el viernes, para saber si me recibo en mayo, tal como estaba previsto, o si todo este esfuerzo es en vano. Y tengo que seguir juntando documentación para la dichosa reunión, y pensar en la logística de mañana a la noche, en que mis hijas tienen que estar a la misma hora en lugares diferentes para sus entrenamientos de fútbol...

Todo esto está en mi cabeza, compactado, enmarañado, mezclado como esos mejunjes de plastilina de colores que empiezan poco a poco a tomar un tinte verdoso amarronado, mientras salgo de mi pieza, después de sacarme el maquillaje y decirle buenas noches a Mike, para bajar a la cocina a empezar con lo de química antes de ver la película. Pero me detengo en lo alto de la escalera. Escucho una vocecita (es casi inaudible, pero yo la escucho) que viene del baño. Es Matilda, cantando en la ducha. Me acerco a la puerta, casi sin darme cuenta de lo que hago. Mi mente se opone, pero mi cuerpo no le hace caso y va solito, como quien sabe lo que hace.

Me quedo parada y escucho cómo canta. Y entonces ya no soy yo. Soy una rata que sigue, ciega, al flautista de Hamelín. Soy Ulises, embelesado por el sonido divino de las sirenas. Soy testigo involuntaria de este momento casi perfecto, cuando mi hija canta en la ducha sin saber que estoy escuchándola del otro lado de la puerta. Apoyo la cabeza y cierro los ojos. Me dejo llevar por ese hilito de voz que canta una canción que no conozco, en un idioma que, cuando yo tenía su edad, me era mitad desconocido. Una canción que se repite una y otra y otra vez, como un mantra. Como una promesa. Mis ojos no se abren, la canción no termina nunca. Pero, ¿es una canción o es un sueño? Momento mágico que borra con un golpe sonoro todo lo demás. El mejunje alborotado de problemas, cosas pendientes y quilombos varios desapareció para siempre, aunque sea por un rato, mientras escucho esta canción que me acuna.

No hay caso. Todos los días aprendo algo nuevo. Hoy, tuve clase de música y aprendí que, a veces, ganamos tiempo cuando no nos importa estar perdiéndolo.

domingo, 5 de agosto de 2012

Cuento encontrado en el baúl de mis archivos de Dropbox

Aclaración: este es un cuento que escribí, según figura en el archivo en cuestión, el 26 de octubre de 2000, en Buenos Aires; lo publico hoy acá, con unos pocos cambios. Por algún arcano y/o ridículo motivo, en el original utilizaba el pretérito perfecto (absolutamente inverosímil si pensamos que esto es castellano argentino). También hice un agregado al final. El resto está prácticamente intacto en su versión original.

Güélcam tu de ferst "mate con güiski" oríyinal story.

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Agonía y muerte de un televisor en cuarenta días



Día Uno
Se descompuso el aparato de televisión. Cambiando los canales, se rompió no sé qué mecanismo, y sólo puedo hacerlo funcionar enchufándolo a la videocassettera. A través de ahí, puedo cambiar los canales con el control remoto, pero sólo hasta el cincuenta y nueve, después se vuelve indefectiblemente a cero (interesante: existe un canal cero en el aparato, pero nadie transmite por el canal cero) y comienza nuevamente la ronda.

Ahora estoy mirando "Crónica TV": hay un locutor en el ángulo inferior derecho de la pantalla y detrás de él se observa un paisaje nocturno del obelisco. No sé qué dice: bajé el volumen, porque creí escuchar el timbre del teléfono (que dejó de sonar), y no volví a subirlo.

Día Cuatro
El televisor funciona cada vez peor. El volumen sufre altísimos y bajísimos extremos, y no es posible regularlo para escuchar, digamos, decentemente, así que opté por dejarlo siempre bajo. Ahora tengo sintonizado el canal veintiocho, que se ve con una ligera bruma. Están pasando una película con Jeremy Irons, pero ya había empezado cuando la encontré, y no sé cuál es el título, porque no es posible obtener los datos de la programación. Es de cowboys.

Día Siete
Se rompió el control del volumen definitivamente, pero no sé cuándo pasó, dado que durante los últimos cuatro días no lo toqué. Acabo de intentar subirlo (estaba hablando el presidente por cadena nacional) y no logré escuchar ni una palabra de su discurso.

Ahora estoy viendo (sin sonido, claro) "Sábados Tropicales" en canal dos.

Día Ocho
Mientras estaba sintonizado un partido de la Eurocopa, se cortó la luz. Volvió a los cinco minutos, pero, cosa insólita, pueden verse todos los colores, excepto el rojo. Cambié de canal y en la pantalla de mi televisor (sin el rojo) ahora está "Fort Boyard".

Día Catorce
Maldito aparato. Ni el rojo, ni el naranja. Todo se parece a la caverna del Capitán Frío. Para ser coherentes, sintonizo "Batman Returns", con Michael Keaton, aunque creo que no es la del susodicho Capitán, pero me duermo a los diez minutos de comenzada la película, así que no logro enterarme.

Día Dieciséis
La decadencia de mi televisor sigue su curso. No logro hacer funcionar el control remoto de la videocassettera, así que tengo que cambiar de canal a mano, acercándome al aparato para poder hacer zapping. Me cansa estar agachada tanto rato, porque no encuentro nada interesante para ver. Debería comprar alguno de esos estantes que venden en el supermercado, que se atornillan a la pared, y colocar allí todo el aparataje.

En canal trece están pasando una película con Marcelo Marcote y Elvira Romei. No sé cómo se llama, y en realidad tampoco me interesa. Dado que no puedo oír lo que dicen, trato de imaginar un posible diálogo entre el personaje de Marcote con el de un tipo alto y pelado que parece ser su secuestrador o similar, pero sinceramente no se me ocurre nada. Cambio de canal: ahora miro el canal del tiempo.

Día Veinticuatro
Cuando parecía que nada podía empeorar, ocurre que ya no se puede cambiar de canal, ni siquiera desde la videocassettera. Mi televisor quedó eternamente sintonizado en un canal de publicidad de compras por tv. Lo interesante es que no recuerdo haber puesto este canal en los últimos veinte días. Se pueden ver avisos de joyas bendecidas por el Papa, todas azules y verdes; también está Eric Estrada, aceitunoso, vendiendo un producto para adelgazar; o bien podemos encontrar a un cocinero mostrando sus destrezas con aparatitos varios con los que hace ridículas flores de piel de tomates (hay que adivinar que son tomates, porque se ven verde-amarillentos).


Por primera vez en varios días apago la televisión antes de las once de la noche.

Día Treinta y uno
Opté por encender la televisión hace un rato, y ya no es posible apagarla. Tras varios intentos con el botón de encendido/apagado, debo resignarme a desenchufarla del tomacorriente. Antes de hacerlo, podía verse a una mujer haciendo abdominales con un aparato que parecía más bien un implemento para sexo sadomasoquista, todo ello con superposiciones intermitentes de imágenes de una mancha celeste con forma de sombrero.

Día Cuarenta
Un cortocircuito quemó el cable del enchufe y lo pegó, literalmente, a la pared. Mientras espero al electricista, puedo observar en la pantalla verdinegra a una mujer bastante fea (se ve que es fea, a pesar de todo) promocionando un laxante, mezclada de a ratos con lo que parece ser un dibujo animado japonés.

                                                                                     *   *   *

Tras la visita del técnico, el televisor está finalmente apagado para siempre. Ya no podrá reconectarse: el arreglo del cable causó una avería fatal en el aparato. Estoy pensando en comprarme uno nuevo esta misma tarde. No puedo vivir sin televisión.

sábado, 4 de agosto de 2012

Anti-versarios

Podríamos decir que se me pasó. Pero no. Si bien escribo esto cuatro días después, la fecha está clavada en mi memoria: 31 de julio. Ese día, hace diez años (qué manía que tenemos con los números redondos, carajo) abandonaba Ezeiza con pasaje de ida a Chicago, para volver a Buenos Aires solamente de visita. Desde hace diez años, el 31 de julio ¿celebro? (conmemoro, más bien) la partida.

No podría decir que es para siempre, pero es altamente improbable que regrese a vivir a Buenos Aires. Tras dos años transitorios en Iowa City, caí cual paracaidista (casi literalmente, tras una tormenta espantosa que por poco voltea el avión) en Boise, Idaho.

Si bien la mudanza de Iowa a Idaho comprometió menos desgaste emocional que el viaje anterior de Buenos Aires a Iowa City (no hubo familia ni amigos de quienes despedirse), fue sin embargo mucho más dura, porque fue comenzar a vislumbrar la cuasi certeza de que ya no volvería a vivir en Buenos Aires nunca más.

Tras un año de profunda depresión, en el que prácticamente me alimenté a base de Coca Cola dietética y lechuga con vinagre de frambuesas, logré encontrar mi norte (y el hambre), gracias a una serie de casualidades que no voy a repetir (y que pueden encontrar en esta publicación), y que me fueron llevando hacia el buen lugar en el que estoy en este momento.

Y este momento es otro momento de cambios, en el que decidí retomar mis estudios universitarios para recibirme, de una buena vez, de Licenciada en Letras (o de B.A. in Spanish, en su versión en inglés).

Si alguien me hubiera dicho, ese 31 de julio de 2002, que diez años más tarde me encontraría feliz, con mis dos hijas, ganándome la vida con mi sempiterna pasión por los idiomas, y en una casita amarilla con un jardín, me le habría reído en la cara. El 31 de julio de 2012, me río porque la realidad, cual noticia amarilla, supera a la ficción.

miércoles, 20 de junio de 2012

El vecino interior

Mis vecinos son gente macanuda. Algunos más que otros, pero en general no joden ni hacen ruidos molestos. Por eso me sorprendió cuando, hace unos cuantos días, empecé a sentir la vibración. Era como si a alguien le hubiese dado por usar un martillo neumático a altas horas de la noche. Y todas las noches lo mismo. La vibración no paraba nunca, aunque, a pesar de todo, lograba dormirme. No tardé mucho en darme cuenta de que no había ningún vecino psicópata intentando atravesar el núcleo terrestre con un martillo neumático desde su jardín. El zumbido molesto empezaba y terminaba en mi cuerpo. En mi oído izquierdo, para mayor precisión, y sólo podía sentirlo en momentos de silencio. La quietud de la noche era uno de esos raros momentos.

El terror de tener algún tipo de enfermedad o dolencia relacionada con los oídos me paralizó. Si no puedo oír, no puedo interpretar, y no podría seguir trabajando en lo que tanto me gusta y que con tanto esfuerzo conseguí. Decidí salir de mi parálisis y pedir hora con un otorrinolaringólogo. Hoy, finalmente, tras cambios de horarios, pude visitar al especialista. Pequeña digresión: es la segunda vez que un médico me cambia una hora porque tiene que asistir a un funeral; voy a empezar a creer que, o bien es verso, o bien no conviene ser amiga de médicos.

Al llegar a la clínica, me mandaron al tercer piso, a hacerme una audiometría. Un simpático joven me puso un pituto en el oído derecho, después en el izquierdo, y apretó unos botoncitos que hacían salir unos sonidos por el pendorchito en cuestión. Después me hizo pasar a una cabina y, tras ponerme los auriculares, mi tarea era repetir palabras que pasaban por mi oído derecho o izquierdo, y decir "sí" cada vez que oía un pitido. El diagnóstico: mi audición es perfecta. Respiré aliviada en el tercer piso. Tras terminar la dichosa audiometría, subí al cuarto piso a que me viera el otorrino, quien vio todo normal en mis oídos, nariz y garganta, y no pudo darme ningún motivo concreto de mi zumbido (excepto, claro, que yo aceptara que me seccionaran la oreja y me extirparan el oído para analizarlo). Con lo cual me fui tranquila, sin tratamiento ni medicación, pero con un gran signo de interrogación en la cabeza.

Sin embargo, mi intriga duró poco. Tras subir al coche, encendí la radio, y oí una vez más que esta noche comienza el solsticio de verano, y es el día más largo del año, y su puta madre. Y entonces todo empezó a aclararse.

En una escala del 1 al 10, ¿cuánto le duele el alma?
Hace tres años, exactamente, justo para el solsticio de verano, tuve una infección en el oído izquierdo. Fui a ver al otorrinolaringólogo, en la misma clínica a la que fui hoy (aunque el médico que me atendió fue otro), quien me diagnosticó otitis y me prohibió terminantemente irme de campamento el siguiente fin de semana, tal como tenía planeado. La fecha del campamento coincidía con el día del padre, y el lugar elegido (al que también iban otros amigos) era a 6.000 pies de altura, con un pronóstico de lluvia de 100%. Sí, 100%. El médico me dijo que si no me cuidaba los oídos, corría el riesgo de desarrollar otitis crónica y otros problemas similares. Además, tenía fiebre, ¡bingo! Cuando volví a mi casa y avisé cuál era mi condición, me encontré con el muro de hielo al que me había acostumbrado a enfrentarme durante esos casi veinte años de convivencia con mi ex marido. Que era el fin de semana del día del padre. Que cómo no iba a irme de campamento. Que no iba a arruinarle el día. Que él se iba igual, con mis hijas, me gustara o no. Y se fue. Y yo me quedé con mi tristeza, mi fiebre y mi dolor de oídos. Tuve todo un fin de semana que se me hizo largo para lo rápido que me resultó decidir lo que no había podido decidir en años. Y el domingo a la noche, a su regreso, le dije a Miguel que quería separarme.

El divorcio siguió rápidamente, y el inicio de una nueva vida que por momentos no fue nada fácil, pero que jamás me encontró arrepentida de una de las decisiones más importantes que recuerde haber tomado. Lo cierto es que, a veces, pareciera que no me hubiera divorciado nunca. El hecho de tener hijas en común hace y hará que tenga que lidiar con Miguel por el resto de mis días. Y mis días recientes tuvieron mucho de lo malo de tener un ex-marido. No me parece casual, entonces, que hayan aparecido zumbidos y ruidos raros. Sin embargo, el médico dice que no hay nada que temer: el 50% de los casos de zumbidos cesan con el tiempo, y el otro 50% permanecen zumbando, sin mayores complicaciones.

No me asusta la quietud de la noche. Mi vecino interior zumbará todo lo que quiera. Yo simplemente lo ignoro, pongo mi música favorita, y bailo, y bailo, y bailo hasta cansarlo y que se quede dormido.

domingo, 10 de junio de 2012

Recuerdos del presente

Cuando no me gusta el destino al que voy (la casa de mi ex marido, en este caso), elijo el camino que más me agrada. Voy por la ruta pintoresca que, aunque un poco más larga, es mucho más hermosa. Disfruto cada curva del camino irregular, dejo que me penetren los sonidos de los árboles, me dejo sobresaltar por los pájaros. Respiro la tierra seca que pide agua a gritos, el graznar de los patos inquietos, tal vez hambrientos (o aburridos, vaya a saberse); imagino, sin ver, el agua helada del río que corre más abajo, ajeno a mi viaje. El paisaje se transforma y me transforma; metamorfosis inesperada. No recorro la montaña: soy la montaña.

Tendemos a olvidarnos de que no se trata del destino, sino del viaje. El camino de vuelta se me hace demasiado corto. El sol cae y el volumen de los sonidos aumenta. Atravesada por el verde de la vegetación que parece haber crecido desmesuradamente durante estos pocos minutos que pasé en el sitio al que no quería ir, sé que disfruté cada milímetro recorrido hasta llegar al punto de máximo distanciamiento. Y ya estoy de vuelta en casa, como si nada hubiera ocurrido nunca.

Es abrir la puerta y darme cuenta de que jamás me despedí al irme de ahí. ¿Y qué? Tampoco nadie me dio la bienvenida cuando llegué.

martes, 29 de mayo de 2012

La fotógrafa que amaba y odiaba las fotos

La mejor y la peor parte de hacer orden es encontrar fotos viejas. Me encanta encontrar fotos de mis hijas cuando eran más chicas, y recordar en dónde estábamos cuando se sacaron esas fotos. Pero no me gusta encontrar fotos de mi ex marido, principalmente porque no sé qué hacer con algunas de ellas. Las fotos en las que aparece conmigo (que se cuentan con los dedos de una mano, y sobran dedos) son las más fáciles: van directo a la bolsa de la basura. Las fotos en las que está solo, con con sus amigos o con compañeros de la universidad no me resultan tan problemáticas tampoco; las pongo aparte para dárselas a él, o al basurero, según mis ganas. Pero las que me provocan conflicto son las fotos en las que aparecemos ambos con alguna de nuestras hijas, sobre todo aquellas fotos en las que aparecemos solamente con Matilda.

Siempre dije, tras separarme, que Matilda (la menor de mis hijas) nunca va a tener el recuerdo de haber visto a sus padres juntos y felices. A diferencia de Vera, que pudo ver, sin duda, a sus padres demostrándose cierto cariño, Matilda nació en una casa dividida. Y así vivió seis años, hasta que finalmente la división virtual se hizo tangible y se transformó en dos padres con dos casas y dos vidas circulando por carriles cada vez más separados.

Es por eso que, al encontrar fotos (que ni recordaba) en las que aparecemos los tres, con "cara de foto", se me hace el nudo en el estómago. Pero no tiene que ver con mis sentimientos actuales, que son muy claros y serenos. Mi vida tiene sentido nuevamente, al encararla en compañía de aquellos a quienes amo y respeto, y por los que me siento correspondida en igual medida. La duda cruel se me presenta en el momento de decidir qué hacer con estas fotos de una familia feliz que no era tal.

La mejor decisión a la que puedo llegar, si bien no es obvia, ni simple, es la única que me tranquiliza en cierta manera. Voy a guardar las fotos de la discordia en sobre cerrado, en la pieza de Matilda, para que algún día ella pueda verlas y decidir por si misma si lo que muestran es verdad o ficción. Pero a ella le pertenecen. Es algo que su padre y yo le debemos.

lunes, 28 de mayo de 2012

Pasame un táper que guardo la pizza que sobró

Tengo 43 años. Me considero una persona educada y escolarizada. El tratar con delincuentes de todas las clases sociales me enseña día a día, aún más, a poder detectar a distancia el tufillo de una estafa. Y, sin embargo, una de las estafas más grandes y mejor sistematizadas, que está perfectamente institucionalizada y que es 100% legal, es la que me resulta más difícil de evitar, cuando te pasan el catálogo después de darte el aburrido discurso. Me refiero a la famosa estructura piramidal, o venta directa, o (como me gusta llamarlo a mí) "sistema Tupperware de te-vendemos-mierda-a-precio-oro".

A pesar de haberme prometido a mí misma que jamás volvería a hacerlo, el jueves por la noche, accedí a concurrir a una de las famosas "fiestas" de venta directa. Aclaración que no justifica nada: la fiesta se hacía en casa de un amigo de Matilda, con lo cual se me presentó la excusa de "llevo a Matilda a jugar a lo de un amigo" que nubló un poco mi percepción de a qué iba yo realmente a este lugar.

"¡En los años 80, esto y la cadena de peluquerías
de Roberto Giordano van a ser furor!"
Lo que aquí se menciona como "fiesta" no es más que un eufemismo por "vamos a venderte algo y disfrazártelo de forma que creas que lo necesitás y querés comprarlo". Estas "fiestas" de venta directa no son más que la ejecución de un sistema piramidal que puede entenderse como estafa, en el que una 'representante' de la empresa en cuestión exhibe una serie de productos de su línea, mencionando las increíbles ventajas de dicho producto (que es sospechosamente similar a infinidad de productos de fácil y mucho más accesible adquisición en cualquier comercio) y entregando catálogos a las asistentes (mujeres, siempre mujeres) que sienten la presión social de comprar estos productos que no necesitan en lo más mínimo. ¿Por qué? Hay una dueña de casa (que no es la que vende, sino que es la "anfitriona" de la "fiesta") que se ve beneficiada con la venta de los productos. Es la anfitriona quien invitó a las asistentes, que son sus amigas o conocidas, y que sienten esta casi inevitable presión social por comprar para dejar contenta a su amiga. Sí, suena como una gran pelotudez, pero les juro que funciona. El que lo inventó no es ningún boludo. Las boludas son, lamentablemente, las mujeres que piensan que pueden ganarse la vida revendiendo estos productos, y subiendo en la escala imposible de la pirámide, con promesas de ganancias que nunca ocurren. Y las boludas somos también, por cierto, las que compramos los productos.

Mi primer tropiezo con el sistema piramidal fue, años atrás, en Argentina. Mi ex cuñada me había invitado a un evento de la firma Amway, y fue sólo pisar ese lugar para detectar el olor a estafa. No sé, tal vez en Argentina estas cosas me resultan mucho más obvias y menos disimuladas, porque a pesar de haber tenido 22 o 23 años en ese momento, pude darme cuenta de que era un engaño feroz, y pude sacarla a ella intacta y sin daños materiales que lamentar (la hora y media que perdimos escuchando a oradores entrenados para seducir a pobres chorlitos, sin embargo, es tiempo en mi vida que jamás recuperaré). O tal vez la estafa era más fácil de percibir, porque esta "fiesta" fue a nivel institucional: no era en la casa de nadie, sino en un edificio de oficinas, en donde funcionaba la tal Amway en cuestión. Es posible también que las estafas en Argentina todavía tengan mucho que aprender de países más desarrollados para poder ser más efectivas. Aunque no dudo de que muchos pobres incautos habrán caído en la trampa y todavía estarán endeudados por eso.

Ya en estos pagos yanquis, en el año 2004, me invitaron a una "fiesta" de Pampered Chef. Recién llegada a Boise, y sin conocer a nadie, acepté un poco a regañadientes ir a la casa de una compañera de trabajo de mi ex marido, más que nada para escaparme un poco de mi angustiante rutina de lavar, cocinar, cambiar pañales y desesperar por no poder trabajar. Terminé comprando varias cosas para la cocina que no necesitaba ni quería comprar, pero en ese momento me importó un pepino, porque tuve dos horas de paz y tranquilidad, sin llantos ni reclamos ni caca que limpiar.

"Y ahora, ¿en dónde carajos guardo toda esta merda?"
En el transcurso de los años siguientes, asistí a varias "fiestas" más: un par más de Pampered Chef, una de Mary Kay, y seguramente alguna más que ni recuerdo. Nada memorable, por lo visto, excepto por el hecho de que siempre, inevitablemente, terminé comprando cosas. Mi billetera salía más flaca y mi conciencia más gorda. Es tan común este sentimiento en este país que hasta tiene un nombre: "buyer's remorse" o el remordimiento del comprador. Jamás había oído hablar de tal cosa mientras vivía en Argentina.

Tras varias "fiestas" después de las cuales llegué a la conclusión de que hubiese preferido haber estado cambiando pañales con caca, me juré a mí misma que jamás de los jamases volvería a asistir a una. Ya no hay pañales ni rabietas infantiles, pero vale más mi tiempo malgastado en mirar el techo que escuchar la sarta de pavadas que es capaz de decir una mujer adoctrinada e ilusa, que piensa que va a poder ganarse la vida endeudando a las amigas de sus amigas.

Así y todo, y creyendo que lo tenía todo controlado, volví a caer en la trampa. Lo que es peor, no sólo fui a la fiesta, sino que terminé encargando una cartera (sí, era una venta de bolsos y carteras) que ni quería, ni necesitaba, ni estaba en mis planes. ¿Cómo pudo ocurrirme esto? Todavía no lo entiendo. Y repito: el que inventó esto sabía lo que hacía.

Dos días más tarde, mientras manejo, volviendo a casa tras una salida de amigas, paso por una esquina y percibo cómo un coche quiere meterse en la avenida por la que circulo y doblar antes de que yo pueda pasar (lo hace medio segundo más tarde, detrás de mí, y me pasa a una velocidad mucho más alta que la permitida). Es un BMW (¿será posible que siempre terminan siendo mis archinémesis estos benditos coches alemanes?) con el sombrerito de Pizza Hut adherido al techo. Me cuesta mucho creer que un empleado de Pizza Hut que hace el reparto maneje un BMW, pero ahí va, el muy salame, a mil por hora para que no se le enfríe la pizza, o para poder irse pronto a su casa, o porque le gusta la velocidad, vaya a saberse... Mi cabeza, sin embargo, elucubra otra teoría: ¿y si no se tratara de reparto de pizza, sino de alguna otra cosa? ¿Sustancias prohibidas, actividad gangsteril, prostitución a domicilio? Mi mitad aventurera (el otro hemisferio de mi cerebro, el polo opuesto al que se deja convencer de la venta de Tupper-mierda) siente la urgente tentación de seguir al BMW, cuando dobla a la derecha un par de calles más adelante. Tengo que decidirlo muy rápido. Si me paso, es difícil dar la vuelta, y voy a perder al posible conspirador disfrazado de repartidor de pizza... pero decido seguir derecho por mi avenida, e ignorar la posibilidad de morir quemada por una bala calibre 45. Rufus Wainwright aparece azarosamente en mi selección musical, con "Grey Gardens", que me acompaña durante el resto del trayecto a casa, y termina justo en el momento en que termino de estacionar el coche en el garage.
"Ma qué pizza ni ocho cuartos. Comprame mis
productos Avon o te meto en el baúl y sos boleta"

Cual película con varios escenarios posibles (referirse a "Corre, Lola, corre" para saber de qué estoy hablando), sé que el desenlace habría sido otro si hubiese seguido al BMW de Pizza Hut. También sé que esta tarde voy a llamar a Anna K, la representante de la venta piramidal de carteras, para decirle que cancelo mi pedido. El recibo dice que tengo tres días hábiles para hacerlo sin cargo. Al fin y al cabo, esto es Estados Unidos. Nadie me va a preguntar por qué lo hago, principalmente porque todos saben que la compra indiscriminada e impulsiva es parte de la cultura popular.

viernes, 27 de enero de 2012

rompecabezas imposible

es fácil adivinar la imagen final cuando faltan
algunas pocas piezas aquí y allá
pero ¿qué pasa
cuando sólo tenemos una, y ni siquiera hay
un marco que la contenga?

en el papel desechable al dorso de una calcomanía (mínima
diminuta enmienda de la fecha de vencimiento
que recibo junto con instrucciones para pegarla sobre
mi credencial profesional)
está escrita la siguiente frase

Y SÓLO SE EXTIENDE

tengo que adivinar el resto
completar la figura a partir de un sólo punto

hasta parece que fuera en otro idioma

o
quién sabe
es un mensaje secreto
y hay alguien que lo envía con un propósito
y hay alguien que conoce su sentido cuando lo recibe

y yo no soy ninguna de esas personas

sábado, 14 de enero de 2012

Quiero, quiero, quiero...

Me agarró algo así como una nostalgia localizada. Vi una foto y de repente me dieron unas ganas terribles de estar en Palermo o Colegiales, caminando por la vereda, respirando el olor inconfundible del verano porteño y permitiendo que la humedad se cuele por todos mis poros.

Si alguien anda por las inmediaciones, ¿no me haría el gran favor de hacerlo por mí?

Se agradece.

martes, 3 de enero de 2012

Now is the winter of our content

El invierno está siendo benigno y generoso por estas latitudes. Nada de nieve aún en el valle. Los esquiadores (los auténticos esquiadores, digo, no yo, esquiadora por conveniencia) están tristes porque todavía no abrió Bogus Basin, nuestro centro local de esquí. Yo, por mi parte, sigo soñando con la primavera (porque con un invierno blando no me alcanza), y trato de disfrutar de los días supuestamente cada vez más largos.

Mi reino por un ratito en la playa. Amigos en el hemisferio sur, no saben cómo los envidio...

PS: Las alusiones a Ricardo III se deben a que ayer vi La chica del adiós. Los que saben de qué estoy hablando, sabrán de qué estoy hablando.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

sueño recurrente

miro y busco
and it's always the same
mismas palabras que aparecen en mi mismo poema

y es un poema diferente cada día
y el poema es siempre el mismo

y cada día leo
clouds of other dreams

palabras
sólo palabras
que aparecen desaparecen aparecen
engulfed by the flames
como si estuviera ensayando mi propia muerte

martes, 6 de diciembre de 2011

My own private Idaho

¿Qué es lo que me provoca esa sensación de viaje, no sólo geográfico sino en el tiempo, cada vez que cruzo desde Idaho a Oregon, y viceversa? Muchas veces me planteo esa pregunta, porque cada vez que cruzo y veo los cartelitos de "Idaho les desea buen viaje" y "Bienvenidos a Oregon" (y los equivalentes a la vuelta), siento como si me estuviera yendo de viaje por un año a un lugar desconocido y hace mucho tiempo. Y cada vez que cruzo, en un sentido y en el otro, me hago la misma pregunta. ¿Qué hay en este cruce de frontera estatal que me hace viajar más allá del simple viaje en coche? Porque lo cierto es que estos viajes son de trabajo, en general involucran una visita a una cárcel o una prisión, y nunca incluyen una estadía nocturna.

"Beam me up, Scotty! I need to return from Oregon."
Image: Salvatore Vuono / FreeDigitalPhotos.net
Hoy me preguntaba lo mismo que tantas otras veces, al volver a ver el mentado "Bienvenidos a Idaho" cuando cruzaba de vuelta. Y ahí es donde la famosa "serendipity" de la que hablaba en otra publicación hizo su aparición una vez más, porque empezó a sonar por los parlantes del coche la canción "Better Days" de los Goo Goo Dolls, y encontré la respuesta. No es que me parezca que viajo en el tiempo: es la pura verdad. Esta vez, viajé seis años al pasado, a fines de 2005. Ese diciembre fue que decidí comprarle a Miguel un iPod nano de regalo de Navidad.

Para los que necesiten algún tipo de explicación, Miguel es mi ex-marido (la RAE dice que ahora se escribe "exmarido", todo junto, pero el guión en el medio le da más categoría de "ex", así que voy a mantener la vieja ortografía, y me cago un pelín en la RAE). En 2005, las cosas ya no andaban tan bien entre nosotros. Hacía cosa de año y medio que nos habíamos mudado a Boise, tras vivir dos años en Iowa City, y la mudanza me afectó al punto de dejarme un año deprimida y sin ganas de nada. Pero en 2005, otra obra de "serendipity" hizo que conociera a Laura, con quien estaba hablando un día en una plaza cuando se nos acercó Sandra, que escuchó nuestro castellano argentino, y cuya aparición en ese momento y en ese lugar cambió drásticamente (y para bien) el curso de mi vida. Es gracias a Sandra y a Laura que me animé a estudiar interpretación, y es gracias a esa serie de coincidencias que hoy me encuentro en donde me encuentro. Pero volviendo a diciembre de 2005, las cosas en mi matrimonio estaban mal, y se me ocurrió comprarle a Miguel un iPod de regalo, y ponerle algunas canciones antes de dárselo. Lo que no sabía yo es que a todo el país se le ocurre hacer compras de Navidad justo antes de Navidad (¡qué desconsiderados!), y había una especie de fiebre por la que no se conseguían iPods por ningún lado. Ya medio tarde, lo encargué por internet al sitio de apple, pero no llegó a tiempo (debería haber llegado el 24 de diciembre, pero llegó un par de días después), con lo cual tuve que entregarle mi regalo a destiempo, y no pude meterle por adelantado las canciones que quería. La única canción que recuerdo que me interesaba especialmente poner en ese iPod era "Better Days" de los Goo Goo Dolls. Precisamente, la canción que empezó a sonar hoy cuando volvía de Oregon a Idaho. Me acuerdo de que quería regalarle esa canción porque, claro, empieza con esta frase: "Y me preguntaste qué quiero este año, y voy a tratar de decirlo de buena manera y claramente: sólo la oportunidad de que, tal vez, tengamos días mejores". Eso era lo único que quería yo a fines de 2005: días mejores con Miguel. La canción habla de un amor un poco más amplio, humanitario, global. En mi caso, era absolutamente personal: era mi intento por salvar, una vez más, lo insalvable. No sería sino casi cuatro años después que ya no habría ganas de salvar nada, y que me decidiría de una vez por todas a vivir mi vida sin él.

Hoy, cuando entraba a Idaho, por ese portal espacio-temporal marcado por el cartel de bienvenida y la canción de los Goo Goo Dolls, tuve un instante de delirio, o ciencia ficción (¿Quién no los tiene? A mí me ocurren todo el tiempo), en el que me pregunté qué habría sentido si me hubiese acostado a dormir el 24 de diciembre de 2005, y me hubiese despertado en diciembre de 2011. Muchos se imaginarán en estado de shock, con seis años más de arrugas, algún lunar que antes no existía, y pánico al despertarse en una cama diferente, a solas, y con un piyama que no recordaban tener. Yo me imaginé que me habría despertado en Idaho, viviendo días mucho, mucho, mucho mejores que esos de 2005.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Sábado multicolor

El "Viernes Negro", que consiste en defenderse de hordas de consumidores salvajes, a horas infaustas de la madrugada y de la mañana del viernes posterior al Día de Acción de Gracias, para intentar obtener un descuento en artículos de consumo, nunca me ha contado entre sus adeptos en ninguno de los diez años en los que me ha tocado estar por estos lares para dicha ocasión. Para más detalles acerca del descontrol absoluto de las masas en estos eventos crueles, basta hacer una simple búsqueda en Google o Youtube: busquen "Black Friday" o "Black Friday madness" y van a tener noticias e imágenes para entretenerse un rato.

Siempre digo que valen más mis horas de sueño que cualquier descuento, por máximo que sea, en cualquier artículo. Y la verdad sea dicha: quienes tenemos una vida medianamente decente, no necesitamos nada, sólo deseamos cosas, bombardeados por los incesantes estímulos para consumir. El dormir, por otra parte, no tiene precio. ¿Y morir en el intento de comprar sábanas de percal egipcio de 400 hilos con un 75% de descuento? Casi tan vergonzoso como morir comiendo sushi.

El caso es que lo que sí necesitaba yo era comprar jabón (sí, jabón, ese para lavarse las manos y demás partes del cuerpo), porque se me estaba acabando. Me di cuenta ayer (y todavía me quedaba un poquito de jabón líquido, aclaremos, en la ducha y en los lavabos de los baños; tampoco es que me estuviera duchando con agua sola), pero decidí dejar la compra para hoy, sábado, a fin de evitar morir, perder algún miembro, u otras consecuencias desgraciadas, en el intento de estar limpia.

Esta mañana, mientras me dirigía al supermercado, atravesando calles mayormente despobladas, noté en el cielo un arco iris entre las nubes. Lo insólito es que no había estado lloviendo. En realidad, cuando me fijé mejor, me di cuenta de que era una nube-arco-iris; el arco iris ERA una nube. ¿Habrá alguien más que esté viendo esto?, me pregunté. ¿O seré sólo yo? Pero no había nadie a mi alrededor para constatar la visión, sólo unos pocos autos vacíos en el gigantesco estacionamiento desierto. Y valga aquí un deslinde de responsabilidades: juro que no había consumido ninguna sustancia que alterara mi estado (iba a agregar "normal" después de "estado", pero qué es la normalidad, a estas alturas, realmente no lo sé, y no estoy dispuesta a iniciar dicho debate).

¿Qué hacer con esto? ¿Con esta visión de la nube-arco-iris? Hay ciertas cosas que no pueden fotografiarse. Me decidí simplemente a disfrutarla mientras durara, y a intentar recordarla mientras pueda.

domingo, 20 de noviembre de 2011

¿Dando gracias?

Image: FreeDigitalPhotos.net
Es domingo a la noche, y recién ahora tengo un minuto para abrir la mochila de Matilda y revisar su cuaderno y las cosas que trajo de la escuela el viernes. El jueves que viene se celebra el Día de Acción de Gracias (EL feriado por excelencia en estas latitudes) y el tema, alrededor de esta época del año, incluye pavos, pastel de calabaza,  indígenas, y cuestiones varias afines.

Al abrir el sobre en el que la maestra manda lo que hicieron durante toda la semana, me encuentro con una hoja en la que había que escribir cómo cocinar un pavo. Bajo el título de ingredientes, Matilda escribió unas cuantas cosas muy apropiadas (léase: pavo, relleno, puré, arvejas, salsa de carne, o "gravy", y demás). Lo que me llama la atención es lo que que mi dulce niña escribió al inicio de las instrucciones para cocinar el mentado menú festivo. Y cito (en traducción mía):

Péguele un tiro al pavo, o compre uno en el supermercado.

Lo que viene después ya no tiene importancia. ¿Quién puede leer lo que sigue después de tal instrucción?

No hay duda: el espíritu del lejano oeste, en el que nos toca vivir, se ha instalado en lo más profundo de mi hija menor.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Once

Rapidito, antes de que se pasen las once del once del once del once, vayan al Once y compren once de algo (también podría ser a las once y once).

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Yo quiero a mi bandera

Cuando me levanto a la mañana, soy un animal de costumbre. Me gusta tomarme primero mi café con espumita, después comerme mis claras revueltas, y finalmente mi fruta. La parte de la fruta es la que suelo variar en mi desayuno, no porque me lo proponga, sino porque elijo lo que parece más lindo en el supermercado. Hoy me toca hacerme una ensalada de banana y frutillas.

Voy a elegir un bowl para la fruta, y lo que encuentro más a mano, en el escurridor de la pileta, es el plato hondo en el que Matilda suele comer sus cereales. En un impulso inicial, me resisto a usarlo, pero no porque sea de Matilda (me extrañaría mucho que le moleste que use su plato), sino por lo que simboliza; tiene los colores de la bandera de los Estados Unidos. Y no sólo los colores: tiene rayas y estrellas con los colores de la bandera. Como para que quede bien claro.

¿De dónde salió ese plato y cómo llegó a esta casa? Para la época del 4 de julio, de modo similar que para la época de todos los feriados, eventos, acontecimientos y fechas comerciales varias, los supermercados y negocios exhiben en lugares clave toda la mercadería "de estación" que acompaña al evento en cuestión. Es interesante aclarar, también, que empiezan a hacerlo ni bien se termina el evento o feriado anterior y muchas veces con semanas y hasta meses de anticipación (ergo, ya desde el 1º de noviembre, día siguiente a Halloween, estamos infestados de arbolitos de navidad, adornos, papanoeles, renos y trineos. En muchos lugares, ya en octubre convivían los productos de Halloween, de la cosecha/Día de Acción de Gracias, y de navidad). Cuestión que cierto día anterior al 4 de julio (seguramente a mediados de mayo, después del aluvión del día de la madre), Matilda y yo paseábamos por el supermercado, y nos topamos con una exhibición de vajilla en colores rojo, blanco y azul, y mi pequeña ciudadana estadounidense me preguntó si podía comprarle el plato para sus cereales.

También recuerdo haber dudado/resistido/padecido un ligero escalofrío en ese momento (todo ocurrió a la vez, sería imposible hacer una cronología de esas tres sensaciones), pero Matilda insistió, y yo estaba en un día con el sí fácil, con lo cual el plato vino a casa, y así se explica la cosa.

Si tuviera que definir de dónde me sale esta resistencia a los colores yanquis, debería relacionarla con la misma sensación que sentía hasta hace poco tiempo con respecto al celeste y blanco, los colores de la bandera argentina. Seguramente (y como en el caso de la polenta, historia que queda pendiente para una publicación futura), todo se remonta a mi infancia. Ese odio supremo a que nos obligaran a usar la escarapela, a reverenciar a la bandera como si fuera un dios de tela intocable, ese morbo de mausoleo de cementerio que se adivinaba en la cara de algunos maestros y directores, cuando por medio de nuestros "símbolos patrios" generaban, de modo inexorable, nuestras conexiones neuronales entre bandera y patrioterismo, bandera y violencia, bandera y enfrentamiento, bandera y guerra, bandera y muerte. Todavía tengo grabadas en mi memoria las imágenes de viñetas con batallones de soldados esgrimiendo estandartes albicelestes, banderas cubriendo negros y brillosos ataúdes y fríos mármoles. Todos a cantar el himno, todos a entonar "Aurora", todos a ponerse la mano en el pecho y jurar, jurar, jurar que amamos a nuestra bandera, aunque no sepamos muy bien por qué prometemos morir por ella.

La paradoja que me hizo volver a abrazar los colores de mi bandera fue mi exilio (no forzoso, aunque sí involuntario) en 2002. Si irse "es morir un poco", sólo bastó que me encontrara viviendo a miles de kilómetros del país en el que nací y viví los primeros 33 años y medio de mi vida, para que la sola mención a mi bandera provocara una sensación de emoción profunda. En mi casa pueden encontrarse (aunque no en estado de exhibición permanente, tampoco se me pongan pelotudos) banderas, banderines, escarapelas, prendedores y demás símbolos con los colores celeste y blanco. Mis hijas los conocen y los reconocen como propios (hasta la misma Matilda, que sabe que no nació en Argentina y que todavía no tiene la ciudadanía conjunta).

Hoy, decidí no regalarles la bandera estadounidense a los patrioteros de siempre; hoy elijo hacer míos sus colores, del mismo modo que hice míos, algún día de 2002, los colores argentinos. Y no me resulta una decisión fácil: este país que adopto y que me adoptó a mí es un país con demasiadas contradicciones, demasiadas cosas que no me gustan, demasiadas decisiones políticas erróneas, demasiados locos sueltos. Pero, ¿no es acaso similar a la Argentina en ese sentido? Contradicciones, cosas que no me gustan, decisiones políticas erróneas, locos sueltos... ¿no estaré hablando del mismo lugar? ¡Claro! Es que estoy hablando del mismo mundo en el que nos tocó vivir a todos.

La banana y las frutillas quedan bien en el plato hondo rojo, blanco y azul. Hasta pareciera que podría agregar unos frutos azules del bosque... Hmm, no, no, no. Tampoco la pavada.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La espuma del café

En Argentina, es común leer en los titulares de los diarios que tal o cual causa "volvió a fojas cero". De algo similar se trata cuando un juez declara un juicio nulo ("mistrial") en Estados Unidos. Por diferentes motivos (muchas veces relacionados con la imposibilidad de asegurar que el jurado sea imparcial), el juez resuelve que la causa no puede seguir avanzando y declara el juicio nulo, para alegría de unos pocos, enfado de unos cuantos, y desconcierto y conmoción general en la sala.

Y es, exactamente, lo que a veces ocurre en alguna de las causas para las que me toca interpretar en el tribunal. Tras argumentos de los abogados, y un prolongado y concienzudo voir dire (el interrogatorio para elegir a los miembros del jurado, o para cuestionar su idoneidad durante el juicio), el juez resuelve declarar el juicio nulo; a veces, tras varios días de presentación de pruebas. Taza, taza, cada uno a casa, a elegir un nuevo jurado en un par de semanas, o tal vez en un par de meses, y a volver a empezar...

No debe resultarle fácil a un juez una decisión de este tipo. Muchos recursos, mucho tiempo, mucho dinero, muchas expectativas de una inmensa cantidad de personas están invertidos en un procedimiento de tal calibre, y la declaración de un juicio nulo no es algo que ningún juez puede tomarse a la ligera.

Cuando eso ocurre, resulta fácil caer en la sensación de globo pinchado, en la desilusión de dar marcha atrás para arrancar de nuevo; casi, casi como si nada hubiera sucedido.

Sin embargo, tras el impacto inicial, llega la reflexión y la aceptación de que la justicia no siempre se ve cuando "se hace", sino que aparece algo después, clara como el agua, tras haber juntado los bártulos, haber bajado los seis pisos en ascensor, haber subido al coche, y haber terminado en un antro de perdición como el Flying M, en donde siempre asoma, contundente, la justicia de un café fuerte con mucha espuma.

viernes, 28 de octubre de 2011

Nada se crea, nada se pierde, todo se transforma

Es lo que pensé al leer el titular de la nota de La Nación: "El que compra dólares con el sueldo o la jubilación hace mal negocio" (ver acá para más datos).

¿Quién se acuerda de la famosa frase "El que apuesta al dólar pierde"? Premio virtual para el que acierte quién fue el autor.

Karma (parte I)

Tras un día agotador, que prácticamente pasé en su totalidad adentro de la cárcel del condado de Ada, con un breve intervalo para ir al correo y tomarme un té y un sandwich (sí, opté por un pseudo-almuerzo pedorro; nada de sushi por esta vez), volví a casa por la autopista I-84. Hay algo de "road-movie" en mis trayectos por la autopista, por más breves que sean; no sé si a causa de la música que sale de los parlantes del coche, por los caprichos del azar del "shuffle", o si porque tras tantas horas de interpretar e intentar establecer la comunicación entre la gente, mi cerebro se comporta como una torta frita. El hecho es que disfruto de la recientemente renovada sección que me lleva a mi casa, ensanchada a cuatro o cinco carriles, lo que parece darle a la ciudad una categoría un poco más cosmopolita y de "gran urbe".

Así estaba, manejando y permitiendo que mi torta frita cerebral divagara en boludeces, cuando veo frente a mí un coche que a nadie más que a mí le llamaría la atención. Bueno, hay un detalle en particular que seguramente llamará la atención de algunos (como seguramente es la intención de la conductora del coche en cuestión), porque es un BMW de color azul metalizado, cuya chapa personalizada dice, por si no nos dimos cuenta de la marca, "BMW". ¿Por qué me llama la atención, más que al promedio de la gente, este coche con una chapa tan anal? Porque se trata del mismo coche, ni más ni menos, al que choqué en marzo de 2009. Para los que no conozcan la anécdota, paso a relatarla (y para los que la conozcan, se joden y la escuchan otra vez).

Ese fatídico día, por motivos que no vale la pena mencionar, me encontraba profundamente alterada y (resulta fácil decirlo ahora) no debería haber estado manejando. Llegué a una intersección con un "Stop" (hay que parar, aunque no venga ni la sombra del fantasma de un coche) y seguir. El coche de adelante paró (sí, la señora del BMW con la chapa en cuestión, llamémosla "la vieja BM"), yo paré detrás, e ipso facto aceleré y le dejé el baúl como un acordeón. Mi estado mental de alteración profunda me ampara, y me permito omitir mi propia explicación de por qué aceleré antes de que la vieja BM lo hiciera (aunque podrán imaginar que estaba en un estado de falta de coordinación pies-cerebro). Mi humilde Mitsubishi 4x4 había sido más fuerte que su paquete y frágil BM, y cuando la vieja BM salió del coche, dio la vuelta y vio el estado de garche en que le dejé su sección trasera, procedió a increparme del modo más vil y grosero del que tenga memoria que alguien me haya increpado alguna vez en mi vida.

-¡¡HIJA DE PUTA!! ¡¡Mirá lo que le hiciste a mi coche!! ¡Era un coche hermoso!- me gritó, entre otras cosas igual de lindas, que incluían la mención de mi puta madre y su hermoso coche.

Yo seguía adentro del mío, en estado de shock, con lo cual atiné a omitir mi opinión de que tal vez lucía mejor ahora, con el baúl acordeonado, que antes, un BMW aburrido y soso, pero decidí seguir escuchando mientras pensaba qué tipo de acción tomar (salir corriendo, llamar a la policía, visitar el negocito de la estación de servicio que estaba al lado y comprarme una coca diet...) La vieja seguía insultándome con todo el diccionario, y los coches se acumulaban detrás mío, con la clásica parsimonia idahoense: sin emitir ruidos, bocinas ni señal de impaciencia alguna. Nos pasaban por el costado y seguían viaje. Tal vez algún curioso me reconoció detrás de mis anteojos estilo Jack Nicholson que no me ayudaban a ocultarme y permanecer muy anónima que digamos. También recuerdo que tenía las uñas de las manos pintadas de naranja (yo, no la vieja BM). No viene a cuento y no tiene nada que ver, pero es una de esas pelotudeces que recuerdo sin saber por qué.

Al fin, me decidí a llamar al 911, temerosa de que la vieja BM se pusiera físicamente violenta, tras la diarrea de violencia oral. No quise mover mi coche hasta que no apareciera un cana, y no quise bajarme tampoco. Tras unos minutos en los que la vieja BM iba y venía de su coche al mío, mirando su coche y puteándome en sucesión constante (hasta imagino que habrá dejado un rastro en el asfalto), se ve que se le pasó un poco la ansiedad de su joyita, su bebé, su maravilla arruinada por esta ingrata bastarda, y se acercó hacia mi ventanilla una vez más, intentando una especie de disculpa.

-Lo siento- empezó a decir, y me tocó en el brazo que yo tenía apoyado en la ventanilla.

-Vos a mí no me tocás- fue lo único que atiné a decirle a la vieja BM, tras rápidamente retirar mi brazo con una sensación de asco e impotencia porque me había tocado. A veces, mis reacciones son demasiado yanquis. Aunque esta vez también hubo un poco de sentido común. ¿Quién disfruta si lo toca un ser anal, violento y con los pelos rubios teñidos electrizados como si hubiera puesto los dedos en el enchufe?

Para hacerla corta: vino la policía, nos corrimos a un estacionamiento a la vuelta, el cana nos interrogó por separado, y me hizo la multa, que pagué religiosamente (jamás negué que fuera mi culpa, y mi seguro se hizo cargo del baúl acordeonado de la vieja BM).

Ayer, al volver a ver el BMW en cuestión, y a la vieja BM al volante, ya desde mi Prius (el Mitsubishi pasó a la historia en noviembre de ese mismo año del choque), sentí lo que siento casi siempre que paso por la intersección en donde ocurrió el accidente: sonrío desde adentro hacia afuera, cómplice conmigo misma, pensando cuánto mejor es mi vida ahora que en la época del mentado choque.

Seguí por un rato a la vieja BM, que bajó en la misma salida que bajé yo, se adelantó vilmente (al estilo argentino, podría decirse) por el carril incorrecto a todos los que íbamos por el correcto, y se perdió en la lejanía.

jueves, 27 de octubre de 2011

Serendipity

¿Qué quiere decir "serendipity"? Según mi eterno compañero de aventuras, alias el diccionario, "serendipity" es (y traduzco) "la ocurrencia y desarrollo de eventos por casualidad, de un modo agradable o beneficioso". También, según el diccionario, su origen se remonta al año 1754, en el que Sir Horace Walpole escribió Los Tres Príncipes de Serendip, un cuento de hadas en el que los protagonistas "siempre descubrían, por accidente o por sagacidad, cosas que no estaban buscando". Algunos sugieren traducirlo como "serendipia", pero a mí me suena asqueroso, así que lo dejo tal cual, en inglés.

Esta mañana, mediante lo que podría entonces denominarse "serendipity", descubrí el misterio de qué hacer cuando se está intentando separar las claras de las yemas, y una de las yemas agarra, la muy puta, y se rompe y se mezcla con la clara. ¿Es posible separarlas en ese punto? La solución se me apareció, tan simple como profunda, por obra de "serendipity": hay que joderse.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Comentarios, comentarios

En un acto impulsivo de los que me caracterizan, y a pedido de mi numerosísimo público (de cuatro), en este  humildeperoemotivoacto quedan habilitados los comentarios. Se me portan bien, carajo, o tendré que anularlos.

La ubicuidad de lo inútil

De artefactos inútiles está plagada la viña del Señor. O, por lo menos, el mundo virtual, como bien puede verse en la más que modesta recopilación que el Huffington Post hizo, hace cosa de año y medio, de los artefactos más inútiles de la década. Claro, en esa lista es muy fácil darse cuenta de la inutilidad de dispositivos sin mayores pretensiones (y mi favorita, sin dudas, es la piedra mascota. ¡Quiero una YA!)

Pero cuando algo se hace pasar por útil, y es completamente inútil, es cuando el asunto se pone enfermizo. Miren, si no, este maravilloso adminículo que permite hervir huevos sin cáscara, porque todos sabemos qué terrible e injusta es la vida cuando hay que pelar los huevos duros.

Prontuario

Vuelvo a Fujiyama por primera vez, tras mi reciente coqueteo con la muerte, y me siento en una silla en el bar, como es costumbre cuando voy sola. Esta vez se me hizo un poco más tarde, y el restaurante está bastante concurrido, pero el bar está casi vacío. Elijo en donde sentarme, y pido mi típica ensalada de verdes y un roll de atún picante (nada de nigiri por hoy).

Notablemente, Jason está detrás del mostrador, como aquel fatídico día, preparando el sushi con sus manos expertas. El roll sabe divinamente, y tras terminar mi almuerzo y mi té verde (hace frío para Coca diet), me distrae un comensal que se sentó justo al lado mío, ¡como si faltara lugar!

-¿Estaba bueno?- interrumpe mis pensamientos con su pregunta de perogrullo.

-Espectacular, como siempre- decido responderle, tras haber meditado unos instantes en contestarle algo un poco más sarcástico y menos obvio. Lo que hace que me contenga es ver cómo Jason deposita frente a este buen hombre un plato lleno de nigiri de salmón. "Que haga su propia experiencia", pienso, y me retiro sin mayor parsimonia que un breve pero sentido agradecimiento silencioso por seguir viva en este mundo de gente tan arriesgada.

domingo, 23 de octubre de 2011

Reelección en Argentina

Qué puedo agregar. ¿Tenemos los dirigentes que nos merecemos? ¿También se aplica a los que nos fuimos?

martes, 18 de octubre de 2011

Mi calcomanía de Barack Obama

Recién pegué en el paragolpes trasero de mi coche una calcomanía que dice "Barack Obama 2012". Estoy lista para que me bombardeen con preguntas acerca de por qué apoyo su reelección. Mi respuesta es muy clara y simple: prefiero que Obama, con todos sus defectos, sea reelecto, a tener cualquier presidente republicano (y los precandidatos me dan miedo).

Por más mal que esté todo, es claro que con un loco de presidente (cómo olvidar a Dubya) sería todavía peor.

Apoyo la reelección de Barack Obama. Que se sepa.

viernes, 14 de octubre de 2011

Death by Sushi

Tras meditarlo profundamente (durante cinco segundos), he decidido contar esta experiencia, tal vez con la esperanza de salvar alguna vida, si alguien se encuentra en una situación similar a la mía de hace unas semanas.

En mis numerosas y frecuentes visitas a la cárcel del condado en el que resido, me encuentro cerca de uno de mis lugares favoritos para comer sushi, llamado Fujiyama. Voy relativamente seguido, dado que a veces cuento con poco tiempo entre visitas, con lo cual tengo una especie de categoría VIP: todos me conocen, y además saben que suelo estar apurada. Por otra parte, quien se precie de conocerme de verdad, sabe que no me arreglo ni con una hamburguesa pedorra de plástico, ni con un café con una dona como almuerzo. Necesito comida más o menos saludable, y que me genere un mínimo de satisfacción para seguir adelante con el resto del día. Fujiyama, entonces, es mi lugar ideal para un almuerzo rico y rápido.

Cuando voy sola a Fujiyama, me siento en la barra, y a veces los Sushimen (muchos de ellos, oriundos de Vietnam) me preguntan cómo se dice tal o cual cosa en castellano, y yo les pregunto a ellos cosas de su idioma, su cultura, etc. Tengo "coronita" (porque suelen darle prioridad a la preparación de mi almuerzo, incluso con el local lleno) y les dejo propinas tan sabrosas como el sushi con el que alimentan mi estómago y mi cerebro. Y todos quedamos contentos.

Cuestión que en una de mis visitas recientes, me senté en la barra, como siempre, y el Sushiman de turno era nada más ni nada menos que el dueño (o quien yo creo que es el dueño). El local estaba semi-vacío, porque todavía era temprano, y me gustaba la idea de comer tranquila sin demasiado alboroto a mi alrededor, antes de volver a la cárcel para una larga visita (que también tuvo sus consecuencias, que serán motivo de otra publicación).

El Sushiman/presunto dueño del restaurante se llama Jason (o ese es su nombre occidental), y pocas veces se lo ve detrás del mostrador preparando sushi. Suele estar sentado en una de las esquinas de la barra, con vista a la puerta, relojeando todos los movimientos del local. Pero esta vez Jason iba a preparar mi sushi, lo cual sentí como un gran honor. Y se ve que Jason también estaba emocionado por ser mi Sushiman de turno, porque me preparó mis cuatro nigiri (dos de salmón, dos de atún, mis favoritos) en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando me inicié en el sushi, allá lejos y hace tiempo, en Buenos Aires, una cosa que oí y que, por algún motivo, se quedó pegada en mi cabeza, es que las piezas se comen de un bocado. Nada de andar cortando o trozando las (ya trozadas) piezas de sushi. "Es ofensivo para el Sushiman" me dijo una vez alguien (a quien no respeto mucho en realidad), y a pesar de jamás haber intentado constatar dicha aseveración, extrañamente, la incorporé como propia. Me meto toda la pieza de sushi, por más grande que sea, en la boca, y le demuestro mi respeto al Sushiman, aunque el tipo esté en el baño y no pueda verme cuando me zampo su obra maestra.

Pero claro, Jason, en su afán de complacerme, me preparó cuatro nigiri que parecían más bien cuatro bifes de chorizo, por el tamaño que tenían. Los tres primeros no ofrecieron mayor inconveniente, y los deglutí con pasión, intentando saborear la exquisitez del sabroso pescado combinado con el arroz, la salsa de soja y el wasabi. Pero al llegar al cuarto y último nigiri, pasó algo extraordinario. Cuando digo "extraordinario", quiero decir exactamente eso: fuera de lo común. Y es que casi me muero.

Me metí el nigiri, todo entero, en la boca, y de pelotuda que soy nomás, me lo tragué casi sin masticar. ¿Que por qué lo hice? ¿No acabo de decirles que de pelotuda que soy, nomás? No le encuentro otra explicación. Me encanta el sushi, y por más apurada que esté, trato de no apurar la comida, sobre todo si se trata del último bocado de algo espectacular.

"Me lo tragué" dice la pelotuda. No, no me lo tragué; por lo menos, no inicialmente. El nigiri en cuestión se quedó atravesado en mi garganta (¿en mi esófago, tal vez?) a medio camino entre recuperar su libertad por el orificio por el que había entrado, o seguir su ruta para iniciar el ciclo de la digestión. Estaba ahí, atrancado, y no se movía para ningún lado.

Muchas veces, en la literatura o en el cine, cuando un personaje está a punto de morir, o en una situación que lo pone al borde de la muerte, se ofrece la imagen de que la vida entera de esa persona pasa por delante de sus ojos, en un segundo. Permítaseme decir que no fue eso, exactamente, lo que me ocurrió a mí. Lo que me ocurrió fue que pensé "Mierda, voy a morirme comiendo sushi. Qué tarada". Tras un par de segundos que se hicieron eternos (eso sí es igual que en las películas), me puse de pie rápidamente, y pensé "¡Tengo que pedir ayuda! ¡No puedo morirme así! ¡Quiero ver crecer a mis hijas, quiero volver a ver a mis padres y a mi hermano, quiero decir 'PUTOSSS' una vez más con Henar, quiero envejecer al lado de alguien que me ame, y quiero seguir comiendo sushi por muchos años más!" No sé si fue porque Jason me clavó la mirada (y cuando Jason te clava la mirada, te atraviesa con su sable de samurai), o porque el mismo movimiento de pararme ayudó, de alguna manera, a empujar el atascado nigiri a que siguiera su curso natural, hacia abajo a través de mi esófago, pero el hecho es que me lo tragué, finalmente, y no me morí, como podrán apreciar, porque estoy escribiendo estas líneas.

Jason parecía demandar una explicación a mi comportamiento repentino. ¿Qué era eso de pararse de golpe? ¿Tan apurada estaba la señorita argentina, que tenía que irse tan rápido? El hecho es que el atoramiento había durado unos pocos segundos, y nadie (de los pocos parroquianos presentes) pareció darse cuenta de que casi tienen que llamar a la ambulancia, a los bomberos y al forense. Y Jason parecía seguir demandando una explicación con sus ojos punzantes incrustados en los míos, que a esta altura ya estaban semi-llorosos.

"Nada, le puse mucho wasabi", atiné a inventar de la nada, mientras me sentaba nuevamente. Evidentemente, el estrés no ayudaba mucho a mi funcionamiento neuronal. Estaba temblando, y sonó como una excusa muy poco creíble. Pero no para Jason, quien pareció satisfecho con mi comentario y volvió a dirigir su mirada a su cuchillo y su mesa de preparación.

Me quedé unos minutos sentada, a pesar de que ya era hora de irme, intentando reflexionar sobre lo ocurrido en los instantes previos. Sí, casi me muero con un nigiri en la garganta. Pero lo menos digno de una muerte tan poco digna era pensar que ni siquiera había podido disfrutar de mi último bocado.

jueves, 13 de octubre de 2011

Condición sine qua non

La defensoría federal del estado de Oregon se comunicó conmigo para ayudar a uno de sus abogados en una visita a un centro correccional que queda muy cerca del límite con Idaho, con lo cual les conviene pagarme mi viaje en coche, de hora y media, desde Boise, en lugar de llamar a algún intérprete de Oregon (que seguramente estará más lejos que yo de Ontario, la ciudad en cuestión).

Me dirijo al sitio web del centro correccional para buscar la dirección, y curioseo la página en la que dictan las reglas para los visitantes. Me llama la atención, bajo el título "Protocolo en la sala de visitas", la sección de ropa. Además de las reglas obvias, como la prohibición de usar minifaldas, o escotes pronunciados, o indumentaria que pueda asociarse con cuestiones culturales controvertidas (pandillas, camuflaje, frases ofensivas), hay una regla que dice "los visitantes tienen que usar ropa interior".

Ahora, yo me pregunto: ¿cómo saben que todos están cumpliendo con esa regla? ¿Elegirán visitas al azar y las obligarán a desnudarse, para constatar que cumplan con la obligación? ¿Tienen cámaras con visión de rayos X instaladas en las salas de visita? ¿Utilizan oficiales caninos (léase: perros) entrenados para detectar bombachas y calzoncillos?

Por las dudas, tengo toda mi ropa interior limpita y puedo elegir tranquila. No sea cuestión que me ocurra lo que siempre me ocurre en mis visitas a los correccionales y cárceles: el famoso "no tengo qué ponerme".

domingo, 9 de octubre de 2011

Placeres varios

Matilda disfruta de un rico chocolate, mientras leemos juntas en Barnes & Noble. Tras lo cual, y de vuelta en casa, se da un baño y me pide que le corte el pelo. Mi única experiencia con las tijeras y el cabello fue en mi propia cabeza, hace como unos quince años, ocasión tras la cual tuve que acudir de urgencia a la peluquería, a que remediaran el experimento fallido. Pero Matilda no parece asustarse por mis antecedentes, y su tranquilidad me genera confianza: antes de que alguna de las dos se arrepienta, empuño las tijeras de mi escritorio (si mi casa se caracteriza por algo, debería ser porque tengo un par de tijeras en casi todos lados: cocina, escritorio, baño, cuartos de las nenas... ¡dios no permita que no encuentre un par de tijeras cuando las necesito!) Cuando termino, miro lo que la revista Billiken llamaría "modelo terminado". No quedó nada mal, me digo, y me doy, incrédula, una casi imperceptible palmadita en la espalda, mientras mi hija sonríe frente al espejo.

En plena lectura, antes del arriesgado pedido