viernes, 14 de octubre de 2011

Death by Sushi

Tras meditarlo profundamente (durante cinco segundos), he decidido contar esta experiencia, tal vez con la esperanza de salvar alguna vida, si alguien se encuentra en una situación similar a la mía de hace unas semanas.

En mis numerosas y frecuentes visitas a la cárcel del condado en el que resido, me encuentro cerca de uno de mis lugares favoritos para comer sushi, llamado Fujiyama. Voy relativamente seguido, dado que a veces cuento con poco tiempo entre visitas, con lo cual tengo una especie de categoría VIP: todos me conocen, y además saben que suelo estar apurada. Por otra parte, quien se precie de conocerme de verdad, sabe que no me arreglo ni con una hamburguesa pedorra de plástico, ni con un café con una dona como almuerzo. Necesito comida más o menos saludable, y que me genere un mínimo de satisfacción para seguir adelante con el resto del día. Fujiyama, entonces, es mi lugar ideal para un almuerzo rico y rápido.

Cuando voy sola a Fujiyama, me siento en la barra, y a veces los Sushimen (muchos de ellos, oriundos de Vietnam) me preguntan cómo se dice tal o cual cosa en castellano, y yo les pregunto a ellos cosas de su idioma, su cultura, etc. Tengo "coronita" (porque suelen darle prioridad a la preparación de mi almuerzo, incluso con el local lleno) y les dejo propinas tan sabrosas como el sushi con el que alimentan mi estómago y mi cerebro. Y todos quedamos contentos.

Cuestión que en una de mis visitas recientes, me senté en la barra, como siempre, y el Sushiman de turno era nada más ni nada menos que el dueño (o quien yo creo que es el dueño). El local estaba semi-vacío, porque todavía era temprano, y me gustaba la idea de comer tranquila sin demasiado alboroto a mi alrededor, antes de volver a la cárcel para una larga visita (que también tuvo sus consecuencias, que serán motivo de otra publicación).

El Sushiman/presunto dueño del restaurante se llama Jason (o ese es su nombre occidental), y pocas veces se lo ve detrás del mostrador preparando sushi. Suele estar sentado en una de las esquinas de la barra, con vista a la puerta, relojeando todos los movimientos del local. Pero esta vez Jason iba a preparar mi sushi, lo cual sentí como un gran honor. Y se ve que Jason también estaba emocionado por ser mi Sushiman de turno, porque me preparó mis cuatro nigiri (dos de salmón, dos de atún, mis favoritos) en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando me inicié en el sushi, allá lejos y hace tiempo, en Buenos Aires, una cosa que oí y que, por algún motivo, se quedó pegada en mi cabeza, es que las piezas se comen de un bocado. Nada de andar cortando o trozando las (ya trozadas) piezas de sushi. "Es ofensivo para el Sushiman" me dijo una vez alguien (a quien no respeto mucho en realidad), y a pesar de jamás haber intentado constatar dicha aseveración, extrañamente, la incorporé como propia. Me meto toda la pieza de sushi, por más grande que sea, en la boca, y le demuestro mi respeto al Sushiman, aunque el tipo esté en el baño y no pueda verme cuando me zampo su obra maestra.

Pero claro, Jason, en su afán de complacerme, me preparó cuatro nigiri que parecían más bien cuatro bifes de chorizo, por el tamaño que tenían. Los tres primeros no ofrecieron mayor inconveniente, y los deglutí con pasión, intentando saborear la exquisitez del sabroso pescado combinado con el arroz, la salsa de soja y el wasabi. Pero al llegar al cuarto y último nigiri, pasó algo extraordinario. Cuando digo "extraordinario", quiero decir exactamente eso: fuera de lo común. Y es que casi me muero.

Me metí el nigiri, todo entero, en la boca, y de pelotuda que soy nomás, me lo tragué casi sin masticar. ¿Que por qué lo hice? ¿No acabo de decirles que de pelotuda que soy, nomás? No le encuentro otra explicación. Me encanta el sushi, y por más apurada que esté, trato de no apurar la comida, sobre todo si se trata del último bocado de algo espectacular.

"Me lo tragué" dice la pelotuda. No, no me lo tragué; por lo menos, no inicialmente. El nigiri en cuestión se quedó atravesado en mi garganta (¿en mi esófago, tal vez?) a medio camino entre recuperar su libertad por el orificio por el que había entrado, o seguir su ruta para iniciar el ciclo de la digestión. Estaba ahí, atrancado, y no se movía para ningún lado.

Muchas veces, en la literatura o en el cine, cuando un personaje está a punto de morir, o en una situación que lo pone al borde de la muerte, se ofrece la imagen de que la vida entera de esa persona pasa por delante de sus ojos, en un segundo. Permítaseme decir que no fue eso, exactamente, lo que me ocurrió a mí. Lo que me ocurrió fue que pensé "Mierda, voy a morirme comiendo sushi. Qué tarada". Tras un par de segundos que se hicieron eternos (eso sí es igual que en las películas), me puse de pie rápidamente, y pensé "¡Tengo que pedir ayuda! ¡No puedo morirme así! ¡Quiero ver crecer a mis hijas, quiero volver a ver a mis padres y a mi hermano, quiero decir 'PUTOSSS' una vez más con Henar, quiero envejecer al lado de alguien que me ame, y quiero seguir comiendo sushi por muchos años más!" No sé si fue porque Jason me clavó la mirada (y cuando Jason te clava la mirada, te atraviesa con su sable de samurai), o porque el mismo movimiento de pararme ayudó, de alguna manera, a empujar el atascado nigiri a que siguiera su curso natural, hacia abajo a través de mi esófago, pero el hecho es que me lo tragué, finalmente, y no me morí, como podrán apreciar, porque estoy escribiendo estas líneas.

Jason parecía demandar una explicación a mi comportamiento repentino. ¿Qué era eso de pararse de golpe? ¿Tan apurada estaba la señorita argentina, que tenía que irse tan rápido? El hecho es que el atoramiento había durado unos pocos segundos, y nadie (de los pocos parroquianos presentes) pareció darse cuenta de que casi tienen que llamar a la ambulancia, a los bomberos y al forense. Y Jason parecía seguir demandando una explicación con sus ojos punzantes incrustados en los míos, que a esta altura ya estaban semi-llorosos.

"Nada, le puse mucho wasabi", atiné a inventar de la nada, mientras me sentaba nuevamente. Evidentemente, el estrés no ayudaba mucho a mi funcionamiento neuronal. Estaba temblando, y sonó como una excusa muy poco creíble. Pero no para Jason, quien pareció satisfecho con mi comentario y volvió a dirigir su mirada a su cuchillo y su mesa de preparación.

Me quedé unos minutos sentada, a pesar de que ya era hora de irme, intentando reflexionar sobre lo ocurrido en los instantes previos. Sí, casi me muero con un nigiri en la garganta. Pero lo menos digno de una muerte tan poco digna era pensar que ni siquiera había podido disfrutar de mi último bocado.

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