sábado, 26 de noviembre de 2011

Sábado multicolor

El "Viernes Negro", que consiste en defenderse de hordas de consumidores salvajes, a horas infaustas de la madrugada y de la mañana del viernes posterior al Día de Acción de Gracias, para intentar obtener un descuento en artículos de consumo, nunca me ha contado entre sus adeptos en ninguno de los diez años en los que me ha tocado estar por estos lares para dicha ocasión. Para más detalles acerca del descontrol absoluto de las masas en estos eventos crueles, basta hacer una simple búsqueda en Google o Youtube: busquen "Black Friday" o "Black Friday madness" y van a tener noticias e imágenes para entretenerse un rato.

Siempre digo que valen más mis horas de sueño que cualquier descuento, por máximo que sea, en cualquier artículo. Y la verdad sea dicha: quienes tenemos una vida medianamente decente, no necesitamos nada, sólo deseamos cosas, bombardeados por los incesantes estímulos para consumir. El dormir, por otra parte, no tiene precio. ¿Y morir en el intento de comprar sábanas de percal egipcio de 400 hilos con un 75% de descuento? Casi tan vergonzoso como morir comiendo sushi.

El caso es que lo que sí necesitaba yo era comprar jabón (sí, jabón, ese para lavarse las manos y demás partes del cuerpo), porque se me estaba acabando. Me di cuenta ayer (y todavía me quedaba un poquito de jabón líquido, aclaremos, en la ducha y en los lavabos de los baños; tampoco es que me estuviera duchando con agua sola), pero decidí dejar la compra para hoy, sábado, a fin de evitar morir, perder algún miembro, u otras consecuencias desgraciadas, en el intento de estar limpia.

Esta mañana, mientras me dirigía al supermercado, atravesando calles mayormente despobladas, noté en el cielo un arco iris entre las nubes. Lo insólito es que no había estado lloviendo. En realidad, cuando me fijé mejor, me di cuenta de que era una nube-arco-iris; el arco iris ERA una nube. ¿Habrá alguien más que esté viendo esto?, me pregunté. ¿O seré sólo yo? Pero no había nadie a mi alrededor para constatar la visión, sólo unos pocos autos vacíos en el gigantesco estacionamiento desierto. Y valga aquí un deslinde de responsabilidades: juro que no había consumido ninguna sustancia que alterara mi estado (iba a agregar "normal" después de "estado", pero qué es la normalidad, a estas alturas, realmente no lo sé, y no estoy dispuesta a iniciar dicho debate).

¿Qué hacer con esto? ¿Con esta visión de la nube-arco-iris? Hay ciertas cosas que no pueden fotografiarse. Me decidí simplemente a disfrutarla mientras durara, y a intentar recordarla mientras pueda.

domingo, 20 de noviembre de 2011

¿Dando gracias?

Image: FreeDigitalPhotos.net
Es domingo a la noche, y recién ahora tengo un minuto para abrir la mochila de Matilda y revisar su cuaderno y las cosas que trajo de la escuela el viernes. El jueves que viene se celebra el Día de Acción de Gracias (EL feriado por excelencia en estas latitudes) y el tema, alrededor de esta época del año, incluye pavos, pastel de calabaza,  indígenas, y cuestiones varias afines.

Al abrir el sobre en el que la maestra manda lo que hicieron durante toda la semana, me encuentro con una hoja en la que había que escribir cómo cocinar un pavo. Bajo el título de ingredientes, Matilda escribió unas cuantas cosas muy apropiadas (léase: pavo, relleno, puré, arvejas, salsa de carne, o "gravy", y demás). Lo que me llama la atención es lo que que mi dulce niña escribió al inicio de las instrucciones para cocinar el mentado menú festivo. Y cito (en traducción mía):

Péguele un tiro al pavo, o compre uno en el supermercado.

Lo que viene después ya no tiene importancia. ¿Quién puede leer lo que sigue después de tal instrucción?

No hay duda: el espíritu del lejano oeste, en el que nos toca vivir, se ha instalado en lo más profundo de mi hija menor.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Once

Rapidito, antes de que se pasen las once del once del once del once, vayan al Once y compren once de algo (también podría ser a las once y once).

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Yo quiero a mi bandera

Cuando me levanto a la mañana, soy un animal de costumbre. Me gusta tomarme primero mi café con espumita, después comerme mis claras revueltas, y finalmente mi fruta. La parte de la fruta es la que suelo variar en mi desayuno, no porque me lo proponga, sino porque elijo lo que parece más lindo en el supermercado. Hoy me toca hacerme una ensalada de banana y frutillas.

Voy a elegir un bowl para la fruta, y lo que encuentro más a mano, en el escurridor de la pileta, es el plato hondo en el que Matilda suele comer sus cereales. En un impulso inicial, me resisto a usarlo, pero no porque sea de Matilda (me extrañaría mucho que le moleste que use su plato), sino por lo que simboliza; tiene los colores de la bandera de los Estados Unidos. Y no sólo los colores: tiene rayas y estrellas con los colores de la bandera. Como para que quede bien claro.

¿De dónde salió ese plato y cómo llegó a esta casa? Para la época del 4 de julio, de modo similar que para la época de todos los feriados, eventos, acontecimientos y fechas comerciales varias, los supermercados y negocios exhiben en lugares clave toda la mercadería "de estación" que acompaña al evento en cuestión. Es interesante aclarar, también, que empiezan a hacerlo ni bien se termina el evento o feriado anterior y muchas veces con semanas y hasta meses de anticipación (ergo, ya desde el 1º de noviembre, día siguiente a Halloween, estamos infestados de arbolitos de navidad, adornos, papanoeles, renos y trineos. En muchos lugares, ya en octubre convivían los productos de Halloween, de la cosecha/Día de Acción de Gracias, y de navidad). Cuestión que cierto día anterior al 4 de julio (seguramente a mediados de mayo, después del aluvión del día de la madre), Matilda y yo paseábamos por el supermercado, y nos topamos con una exhibición de vajilla en colores rojo, blanco y azul, y mi pequeña ciudadana estadounidense me preguntó si podía comprarle el plato para sus cereales.

También recuerdo haber dudado/resistido/padecido un ligero escalofrío en ese momento (todo ocurrió a la vez, sería imposible hacer una cronología de esas tres sensaciones), pero Matilda insistió, y yo estaba en un día con el sí fácil, con lo cual el plato vino a casa, y así se explica la cosa.

Si tuviera que definir de dónde me sale esta resistencia a los colores yanquis, debería relacionarla con la misma sensación que sentía hasta hace poco tiempo con respecto al celeste y blanco, los colores de la bandera argentina. Seguramente (y como en el caso de la polenta, historia que queda pendiente para una publicación futura), todo se remonta a mi infancia. Ese odio supremo a que nos obligaran a usar la escarapela, a reverenciar a la bandera como si fuera un dios de tela intocable, ese morbo de mausoleo de cementerio que se adivinaba en la cara de algunos maestros y directores, cuando por medio de nuestros "símbolos patrios" generaban, de modo inexorable, nuestras conexiones neuronales entre bandera y patrioterismo, bandera y violencia, bandera y enfrentamiento, bandera y guerra, bandera y muerte. Todavía tengo grabadas en mi memoria las imágenes de viñetas con batallones de soldados esgrimiendo estandartes albicelestes, banderas cubriendo negros y brillosos ataúdes y fríos mármoles. Todos a cantar el himno, todos a entonar "Aurora", todos a ponerse la mano en el pecho y jurar, jurar, jurar que amamos a nuestra bandera, aunque no sepamos muy bien por qué prometemos morir por ella.

La paradoja que me hizo volver a abrazar los colores de mi bandera fue mi exilio (no forzoso, aunque sí involuntario) en 2002. Si irse "es morir un poco", sólo bastó que me encontrara viviendo a miles de kilómetros del país en el que nací y viví los primeros 33 años y medio de mi vida, para que la sola mención a mi bandera provocara una sensación de emoción profunda. En mi casa pueden encontrarse (aunque no en estado de exhibición permanente, tampoco se me pongan pelotudos) banderas, banderines, escarapelas, prendedores y demás símbolos con los colores celeste y blanco. Mis hijas los conocen y los reconocen como propios (hasta la misma Matilda, que sabe que no nació en Argentina y que todavía no tiene la ciudadanía conjunta).

Hoy, decidí no regalarles la bandera estadounidense a los patrioteros de siempre; hoy elijo hacer míos sus colores, del mismo modo que hice míos, algún día de 2002, los colores argentinos. Y no me resulta una decisión fácil: este país que adopto y que me adoptó a mí es un país con demasiadas contradicciones, demasiadas cosas que no me gustan, demasiadas decisiones políticas erróneas, demasiados locos sueltos. Pero, ¿no es acaso similar a la Argentina en ese sentido? Contradicciones, cosas que no me gustan, decisiones políticas erróneas, locos sueltos... ¿no estaré hablando del mismo lugar? ¡Claro! Es que estoy hablando del mismo mundo en el que nos tocó vivir a todos.

La banana y las frutillas quedan bien en el plato hondo rojo, blanco y azul. Hasta pareciera que podría agregar unos frutos azules del bosque... Hmm, no, no, no. Tampoco la pavada.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La espuma del café

En Argentina, es común leer en los titulares de los diarios que tal o cual causa "volvió a fojas cero". De algo similar se trata cuando un juez declara un juicio nulo ("mistrial") en Estados Unidos. Por diferentes motivos (muchas veces relacionados con la imposibilidad de asegurar que el jurado sea imparcial), el juez resuelve que la causa no puede seguir avanzando y declara el juicio nulo, para alegría de unos pocos, enfado de unos cuantos, y desconcierto y conmoción general en la sala.

Y es, exactamente, lo que a veces ocurre en alguna de las causas para las que me toca interpretar en el tribunal. Tras argumentos de los abogados, y un prolongado y concienzudo voir dire (el interrogatorio para elegir a los miembros del jurado, o para cuestionar su idoneidad durante el juicio), el juez resuelve declarar el juicio nulo; a veces, tras varios días de presentación de pruebas. Taza, taza, cada uno a casa, a elegir un nuevo jurado en un par de semanas, o tal vez en un par de meses, y a volver a empezar...

No debe resultarle fácil a un juez una decisión de este tipo. Muchos recursos, mucho tiempo, mucho dinero, muchas expectativas de una inmensa cantidad de personas están invertidos en un procedimiento de tal calibre, y la declaración de un juicio nulo no es algo que ningún juez puede tomarse a la ligera.

Cuando eso ocurre, resulta fácil caer en la sensación de globo pinchado, en la desilusión de dar marcha atrás para arrancar de nuevo; casi, casi como si nada hubiera sucedido.

Sin embargo, tras el impacto inicial, llega la reflexión y la aceptación de que la justicia no siempre se ve cuando "se hace", sino que aparece algo después, clara como el agua, tras haber juntado los bártulos, haber bajado los seis pisos en ascensor, haber subido al coche, y haber terminado en un antro de perdición como el Flying M, en donde siempre asoma, contundente, la justicia de un café fuerte con mucha espuma.