miércoles, 20 de junio de 2012

El vecino interior

Mis vecinos son gente macanuda. Algunos más que otros, pero en general no joden ni hacen ruidos molestos. Por eso me sorprendió cuando, hace unos cuantos días, empecé a sentir la vibración. Era como si a alguien le hubiese dado por usar un martillo neumático a altas horas de la noche. Y todas las noches lo mismo. La vibración no paraba nunca, aunque, a pesar de todo, lograba dormirme. No tardé mucho en darme cuenta de que no había ningún vecino psicópata intentando atravesar el núcleo terrestre con un martillo neumático desde su jardín. El zumbido molesto empezaba y terminaba en mi cuerpo. En mi oído izquierdo, para mayor precisión, y sólo podía sentirlo en momentos de silencio. La quietud de la noche era uno de esos raros momentos.

El terror de tener algún tipo de enfermedad o dolencia relacionada con los oídos me paralizó. Si no puedo oír, no puedo interpretar, y no podría seguir trabajando en lo que tanto me gusta y que con tanto esfuerzo conseguí. Decidí salir de mi parálisis y pedir hora con un otorrinolaringólogo. Hoy, finalmente, tras cambios de horarios, pude visitar al especialista. Pequeña digresión: es la segunda vez que un médico me cambia una hora porque tiene que asistir a un funeral; voy a empezar a creer que, o bien es verso, o bien no conviene ser amiga de médicos.

Al llegar a la clínica, me mandaron al tercer piso, a hacerme una audiometría. Un simpático joven me puso un pituto en el oído derecho, después en el izquierdo, y apretó unos botoncitos que hacían salir unos sonidos por el pendorchito en cuestión. Después me hizo pasar a una cabina y, tras ponerme los auriculares, mi tarea era repetir palabras que pasaban por mi oído derecho o izquierdo, y decir "sí" cada vez que oía un pitido. El diagnóstico: mi audición es perfecta. Respiré aliviada en el tercer piso. Tras terminar la dichosa audiometría, subí al cuarto piso a que me viera el otorrino, quien vio todo normal en mis oídos, nariz y garganta, y no pudo darme ningún motivo concreto de mi zumbido (excepto, claro, que yo aceptara que me seccionaran la oreja y me extirparan el oído para analizarlo). Con lo cual me fui tranquila, sin tratamiento ni medicación, pero con un gran signo de interrogación en la cabeza.

Sin embargo, mi intriga duró poco. Tras subir al coche, encendí la radio, y oí una vez más que esta noche comienza el solsticio de verano, y es el día más largo del año, y su puta madre. Y entonces todo empezó a aclararse.

En una escala del 1 al 10, ¿cuánto le duele el alma?
Hace tres años, exactamente, justo para el solsticio de verano, tuve una infección en el oído izquierdo. Fui a ver al otorrinolaringólogo, en la misma clínica a la que fui hoy (aunque el médico que me atendió fue otro), quien me diagnosticó otitis y me prohibió terminantemente irme de campamento el siguiente fin de semana, tal como tenía planeado. La fecha del campamento coincidía con el día del padre, y el lugar elegido (al que también iban otros amigos) era a 6.000 pies de altura, con un pronóstico de lluvia de 100%. Sí, 100%. El médico me dijo que si no me cuidaba los oídos, corría el riesgo de desarrollar otitis crónica y otros problemas similares. Además, tenía fiebre, ¡bingo! Cuando volví a mi casa y avisé cuál era mi condición, me encontré con el muro de hielo al que me había acostumbrado a enfrentarme durante esos casi veinte años de convivencia con mi ex marido. Que era el fin de semana del día del padre. Que cómo no iba a irme de campamento. Que no iba a arruinarle el día. Que él se iba igual, con mis hijas, me gustara o no. Y se fue. Y yo me quedé con mi tristeza, mi fiebre y mi dolor de oídos. Tuve todo un fin de semana que se me hizo largo para lo rápido que me resultó decidir lo que no había podido decidir en años. Y el domingo a la noche, a su regreso, le dije a Miguel que quería separarme.

El divorcio siguió rápidamente, y el inicio de una nueva vida que por momentos no fue nada fácil, pero que jamás me encontró arrepentida de una de las decisiones más importantes que recuerde haber tomado. Lo cierto es que, a veces, pareciera que no me hubiera divorciado nunca. El hecho de tener hijas en común hace y hará que tenga que lidiar con Miguel por el resto de mis días. Y mis días recientes tuvieron mucho de lo malo de tener un ex-marido. No me parece casual, entonces, que hayan aparecido zumbidos y ruidos raros. Sin embargo, el médico dice que no hay nada que temer: el 50% de los casos de zumbidos cesan con el tiempo, y el otro 50% permanecen zumbando, sin mayores complicaciones.

No me asusta la quietud de la noche. Mi vecino interior zumbará todo lo que quiera. Yo simplemente lo ignoro, pongo mi música favorita, y bailo, y bailo, y bailo hasta cansarlo y que se quede dormido.

domingo, 10 de junio de 2012

Recuerdos del presente

Cuando no me gusta el destino al que voy (la casa de mi ex marido, en este caso), elijo el camino que más me agrada. Voy por la ruta pintoresca que, aunque un poco más larga, es mucho más hermosa. Disfruto cada curva del camino irregular, dejo que me penetren los sonidos de los árboles, me dejo sobresaltar por los pájaros. Respiro la tierra seca que pide agua a gritos, el graznar de los patos inquietos, tal vez hambrientos (o aburridos, vaya a saberse); imagino, sin ver, el agua helada del río que corre más abajo, ajeno a mi viaje. El paisaje se transforma y me transforma; metamorfosis inesperada. No recorro la montaña: soy la montaña.

Tendemos a olvidarnos de que no se trata del destino, sino del viaje. El camino de vuelta se me hace demasiado corto. El sol cae y el volumen de los sonidos aumenta. Atravesada por el verde de la vegetación que parece haber crecido desmesuradamente durante estos pocos minutos que pasé en el sitio al que no quería ir, sé que disfruté cada milímetro recorrido hasta llegar al punto de máximo distanciamiento. Y ya estoy de vuelta en casa, como si nada hubiera ocurrido nunca.

Es abrir la puerta y darme cuenta de que jamás me despedí al irme de ahí. ¿Y qué? Tampoco nadie me dio la bienvenida cuando llegué.