jueves, 29 de agosto de 2013

flâneuse

caminar en mi ciudad sí ya puedo darme el gusto de llamar a Boise
mi ciudad
sin que se me mueva un pelo sin siquiera pensarlo dos veces caminar como turista a paso lento perderme con la tranquilidad que da el saber que mi coche cual traje de superhéroe me espera en el estacionamiento en el que lo dejé antes de almorzar con mi amigo y en el que voy a terminar mi recorrida solitaria en algún momento pero no sé bien cuándo llegará ese momento sólo caminar

caminar dejarme llevar por la dispersa multitud que cruza la avenida y oler el aire que me llega de la gente al pasar a mi lado caminar caminar

caminar por mi cuadra favorita de la calle Ocho justo entre Myrtle y Front la calle Ocho que es la única peatonal del centro y pensar
a esta calle le falta un banco para sentarse
y enseguida darme cuenta de que acabo de pasar el único banco ocupado por dos tipos que acaparan toda la superficie y volumen y saber que no voy a pedirles permiso para sentarme con ellos aunque muy bien me lo darían porque estamos en Boise y casi todos
son o somos muy amables pero seguir caminando y soñar con que algún día podrían poner un segundo o tercer banco en esta calle tan gentil conmigo esta calle con su sombra con sus hojas tempranas del otoño que está a la vuelta de la esquina con su brisa que me invade me conmueve caminar

caminar y pasar por encima de la fuente al ras del piso que ahora está apagada y pensar qué gracioso sería que se encendiera justo en este momento y me empapara aunque no hace demasiado calor pero que igual me empapara y me pegara la ropa al cuerpo y me dejara desnuda y vestida para caminar

caminar caminar caminar sin rumbo aunque en mi cabeza está el mapa de mi ciudad que más que un mapa en mi cabeza en realidad está incrustado en bajorrelieve contra mi piel y saber en dónde estoy
sé en dónde estoy
y caminar y doblar la esquina en la calle Idaho y saber
saber que voy a pasar por la puerta de mi adorada tienda de ropa
y saber que voy a seguir de largo y no voy a entrar a probarme todo y no llevarme nada no voy a entrar
no
es caminar

caminar buscar un café como el bebedor que busca una copa y pensar que tal vez esta vez sí voy a sentarme y tomarme un único café como una única copa
porque va a ser sólo uno
o mejor un descafeínado
y no
seguir de largo pasar de largo el café y no llegar tampoco hasta el otro café que es tal vez mi lugar favorito pero en el que ahora tomo té y ya no café pero no ir ahí tampoco seguir seguir seguir deambulando como sin saber hacia dónde pero sí sé hacia donde caminar

seguir y dar vuelta la esquina en esa calle y ver a un tipo igual a Marcos Aguinis pero obviamente no es no puede ser Aguinis acá en Boise sería tan loco y tal vez resulta que sí es Aguinis y no sé si me hubiese cambiado mucho la vida el que lo fuera y seguir

seguir y entender que llevo un ritmo único es como bailar un vals conmigo misma porque es llegar a cada esquina y el semáforo cambia y puedo cruzar hacia donde voy porque sé muy bien a dónde voy

voy a ese lugar al que me lleva el camino

martes, 27 de agosto de 2013

Brujerías de la mente

Las brujas fueron una parte fundacional de mi infancia, y una de las brujas que más recuerdo (aparte de la que se me aparecía recurrentemente en mis sueños) es la Bruja Mala del Este. La primera vez que vi la película "El mago de Oz", con Judy Garland, tendría unos seis o siete años. Tras la cruda (e indudablemente prolongada) experiencia fílmica, sólo podía recordar a la bruja muerta, aplastada por una casa. De hecho, todo lo que se ve de esa bruja en la película son los zapatos rojos y las medias rayadas. Un escalofrío horroroso me recorría todo el cuerpo al recordar esos pies que se esfumaban, y la inexplicable y repentina aparición de los zapatos de la bruja en los pies de Dorothy.

Jamás olvidé esa escena, probablemente la única de todo el largometraje que quedó grabada en mi memoria, hasta que muchos años después, en Iowa City, Vera se enamoró de la película y la vio (y me obligó a verla) unas ciento cuarenta veces, por hacer un cálculo conservador. Fue así que me reencontré con la escena en cuestión, y recordé, tanto tiempo más tarde, mi sensación de náusea, de angustia, de terror liso y llano, al observar, cada vez, el encogimiento y desaparición de los pies de la Bruja Mala del Este, aplastada por la casa, y la aparición de los zapatos rojos en los pies de Dorothy. Pero ese terror ya no estaba; era sólo el recuerdo de algo que había sido indudablemente real, pero que ahora le pertenecía al pasado.

Hoy me pregunto cómo el tiempo cambia, embellece, apacigua aquello que nos aterra, hasta llegar a hacer que parezca hermoso, artístico, absolutamente perfecto.

sábado, 24 de agosto de 2013

Tres

¿No se suponía que todos los días tendría que sentirme un poco mejor?

viernes, 23 de agosto de 2013

insomne

última noche en mi cama vieja
algo
me impide acostarme y dormir
por más que son las doce de la noche y etcétera etcétera

es la última vez
que voy a dormir en esta cama
que quema
llena de recuerdos mezclados
incoherentes
inevitablemente pasados

y tal vez sea que no puedo meterme debajo de las sábanas
y pienso que podría
pasar toda la noche despierta y
lograr que anoche haya sido
esa última noche
en este colchón que me lastima

martes, 13 de agosto de 2013

Tormentas tropicales de verano

Despertarse en mitad de la noche porque cae un rayo muy cerca de tu casa es una experiencia que no les recomiendo. Como últimamente duermo como un tronco, la sensación es de que volvió la guerra fría y la Unión Soviética decidió, en un arranque de "les vamos a enseñar lo que es bueno a estos yanquis", bombardear el ignoto estado de Idaho. Pero unos pocos instantes despierta tras el sacudón alcanzan para entender que sólo se trató de la madre naturaleza que, por el volumen del sonido, acaba de enviar un mensaje muy cerca de mi casa.

Uno de los métodos que alguna vez me contaron que sirve para saber a qué distancia cayó el rayo es calcular los segundos (como si tal cosa se pudiera hacer sin un segundero) entre el relámpago y el trueno. Espero en la cama pacientemente, y enseguida veo la luz. Cuento en silencio, "Uno, dos, tres..." y antes de que me acuerde que al tres le sigue el cuatro, escucho el bramido. Si no recuerdo mal, eso significa que el rayo impactó a eso de unos tres kilómetros de donde yo estoy. Decido salir al jardín, para cerrar la sombrilla que cubre la mesa y acostarla en el piso, no sea cuestión de que termine siendo un improvisado pararrayos. Aunque, ¿cuál es la probabilidad de que caiga un rayo dos veces en el mismo lugar? Casi, casi como ganar la lotería dos veces. Medio raro, sí, pero existen eventos comprobados.

Una vecina una vez me contó que, muchos años antes de que yo me mudara al barrio, cayó un rayo sobre mi casa, y que por eso muchos pensaban que estaba embrujada, o jodida de alguna manera. El dueño anterior me contó también que él y su esposa habían intentado, sin éxito, plantar un árbol, no una sino dos veces en el jardín del frente de la casa, y ambas veces el resultado fue nefasto, con la muerte de sendos árboles poco tiempo después del trasplante. Cuando salgo al jardín a cerrar la sombrilla para no emular a Benjamín Franklin, pienso en los dos árboles que no pudieron ser, y me pregunto si será posible plantar alguna vez un tercero, o si no será mejor admirar el milagro de que simplemente el pasto pueda seguir creciendo tras saber que alguna vez impactó un rayo en este mismísimo lugar. Debería conformarme con tener todos los árboles que tengo en el fondo de la casa.

Pero como no soy un bicho conformista, y como lo que me guía es el optimismo, pienso que tal vez, y a pesar de los fracasos de la historia, algún día valdrá la pena plantar un tercer árbol. Incluso si llega a fenecer nuevamente, valdrá la pena haberlo intentado.

Justo antes de volver a entrar a la casa tras cerrar la sombrilla, veo otro relámpago que ilumina el jardín y me lo muestra en todo su esplendor durante unos brevísimos instantes. Cuento, "Uno, dos, tres..." hasta diez. El relámpago siguiente me hace llegar hasta veinte o más en mi cuenta. La tormenta se aleja. Es difícil saber si la calma me tranquiliza o me entristece. Pero que no haya caído un rayo sobre mi casa me hace sentir eternamente agradecida. No olvidemos que, después de todo, hoy es martes 13.

domingo, 11 de agosto de 2013

Claridades que se dibujan nítidamente en la silueta del humo de un cigarrillo

Freno en un semáforo, y veo que la señora al volante del Pontiac rojo que está a mi derecha tiene un cigarrillo encendido, que le cuelga entre los dedos índice y medio de su mano izquierda. En un acto reflejo, cierro rápidamente las ventanillas, que están abiertas a medias, antes de que el humo inunde el pequeño universo que ocupo con mis hijas en mi coche. Vera, a mi derecha (sí, hace rato que viaja en el asiento del copiloto), se sobresalta levemente, pero me conoce desde hace más de catorce años. Es mirar hacia afuera y entender enseguida el porqué de mi accionar. Sin necesidad de ser redundante, sólo dice, "Además, no tiene espejito". Noto entonces que, efectivamente, su espejo retrovisor lateral sólo es una carcasa sin relleno. "Con lo que gasta en tres paquetes de cigarrillos, seguramente podría comprarse un espejito nuevo", pienso en voz alta. "Pero todos tenemos prioridades distintas". Y entonces me doy cuenta de que no estoy hablando de la señora al volante del Pontiac rojo que está a la derecha, cuyas prioridades, francamente, me son indiferentes. Estoy hablando de otra persona.

Cuando llegó a mi vida, hace dos años y medio, yo sabía que él fumaba, pero me había dicho que estaba tratando dejar. Siempre un continuo, un gerundio: tratando, intentando, probando, luchando. La frase que usó, sin embargo, y que me conmovió, fue algo así como que  se había dicho a sí mismo que iba a dejar de fumar el día que tuviera a quien darle un beso de buenas noches. Pero las noches pasaron,  los besos se hicieron cada vez más esporádicos, y el cigarrillo siguió estando siempre presente. Casi como un recordatorio ardiente y mudo de lo que no pudo ser, de lo que jamás será. El cigarrillo es, en cierto modo, una causa lateral pero inevitable. El cigarrillo es el símbolo de la falta de compromiso, y de la falta de interés en un futuro juntos. Cigarrillo equivale a enfermedad y muerte en mi cabeza. Y hay ciertos tipos de muerte que ocurren incluso antes que la desaparición física. Entonces sé que cuando hablo de la tipa del Pontiac rojo, en realidad estoy hablando de él, y que su espejo retrovisor es mi beso de buenas noches. Irrelevante. Olvidable. Segunda prioridad (que es casi como decir prioridad de segunda). Su cigarrillo es el cigarrillo siempre encendido de alguien que, en mi vida, poco a poco se fue apagando.

El semáforo se pone verde. Salgo rápido, para poder pasar al Pontiac rojo y abrir las ventanillas. Las abro casi tan abruptamente como las cerré, pero esta vez las abro del todo. El viento inunda nuestro pequeño universo, revuelve las cabelleras, los papeles sueltos, las ganas de que este verano no termine nunca. Como todos los veranos, desde que me mudé a Boise, este es breve y tiene un final que se vislumbra en las noches más frescas y el comienzo incipiente de las clases. Y siempre está el verano próximo, claro, como expresión de deseo necesaria, para poder pasar el invierno que se me viene.



Acompaña Nerina Pallot, con "Cigarette"