viernes, 28 de octubre de 2011

Nada se crea, nada se pierde, todo se transforma

Es lo que pensé al leer el titular de la nota de La Nación: "El que compra dólares con el sueldo o la jubilación hace mal negocio" (ver acá para más datos).

¿Quién se acuerda de la famosa frase "El que apuesta al dólar pierde"? Premio virtual para el que acierte quién fue el autor.

Karma (parte I)

Tras un día agotador, que prácticamente pasé en su totalidad adentro de la cárcel del condado de Ada, con un breve intervalo para ir al correo y tomarme un té y un sandwich (sí, opté por un pseudo-almuerzo pedorro; nada de sushi por esta vez), volví a casa por la autopista I-84. Hay algo de "road-movie" en mis trayectos por la autopista, por más breves que sean; no sé si a causa de la música que sale de los parlantes del coche, por los caprichos del azar del "shuffle", o si porque tras tantas horas de interpretar e intentar establecer la comunicación entre la gente, mi cerebro se comporta como una torta frita. El hecho es que disfruto de la recientemente renovada sección que me lleva a mi casa, ensanchada a cuatro o cinco carriles, lo que parece darle a la ciudad una categoría un poco más cosmopolita y de "gran urbe".

Así estaba, manejando y permitiendo que mi torta frita cerebral divagara en boludeces, cuando veo frente a mí un coche que a nadie más que a mí le llamaría la atención. Bueno, hay un detalle en particular que seguramente llamará la atención de algunos (como seguramente es la intención de la conductora del coche en cuestión), porque es un BMW de color azul metalizado, cuya chapa personalizada dice, por si no nos dimos cuenta de la marca, "BMW". ¿Por qué me llama la atención, más que al promedio de la gente, este coche con una chapa tan anal? Porque se trata del mismo coche, ni más ni menos, al que choqué en marzo de 2009. Para los que no conozcan la anécdota, paso a relatarla (y para los que la conozcan, se joden y la escuchan otra vez).

Ese fatídico día, por motivos que no vale la pena mencionar, me encontraba profundamente alterada y (resulta fácil decirlo ahora) no debería haber estado manejando. Llegué a una intersección con un "Stop" (hay que parar, aunque no venga ni la sombra del fantasma de un coche) y seguir. El coche de adelante paró (sí, la señora del BMW con la chapa en cuestión, llamémosla "la vieja BM"), yo paré detrás, e ipso facto aceleré y le dejé el baúl como un acordeón. Mi estado mental de alteración profunda me ampara, y me permito omitir mi propia explicación de por qué aceleré antes de que la vieja BM lo hiciera (aunque podrán imaginar que estaba en un estado de falta de coordinación pies-cerebro). Mi humilde Mitsubishi 4x4 había sido más fuerte que su paquete y frágil BM, y cuando la vieja BM salió del coche, dio la vuelta y vio el estado de garche en que le dejé su sección trasera, procedió a increparme del modo más vil y grosero del que tenga memoria que alguien me haya increpado alguna vez en mi vida.

-¡¡HIJA DE PUTA!! ¡¡Mirá lo que le hiciste a mi coche!! ¡Era un coche hermoso!- me gritó, entre otras cosas igual de lindas, que incluían la mención de mi puta madre y su hermoso coche.

Yo seguía adentro del mío, en estado de shock, con lo cual atiné a omitir mi opinión de que tal vez lucía mejor ahora, con el baúl acordeonado, que antes, un BMW aburrido y soso, pero decidí seguir escuchando mientras pensaba qué tipo de acción tomar (salir corriendo, llamar a la policía, visitar el negocito de la estación de servicio que estaba al lado y comprarme una coca diet...) La vieja seguía insultándome con todo el diccionario, y los coches se acumulaban detrás mío, con la clásica parsimonia idahoense: sin emitir ruidos, bocinas ni señal de impaciencia alguna. Nos pasaban por el costado y seguían viaje. Tal vez algún curioso me reconoció detrás de mis anteojos estilo Jack Nicholson que no me ayudaban a ocultarme y permanecer muy anónima que digamos. También recuerdo que tenía las uñas de las manos pintadas de naranja (yo, no la vieja BM). No viene a cuento y no tiene nada que ver, pero es una de esas pelotudeces que recuerdo sin saber por qué.

Al fin, me decidí a llamar al 911, temerosa de que la vieja BM se pusiera físicamente violenta, tras la diarrea de violencia oral. No quise mover mi coche hasta que no apareciera un cana, y no quise bajarme tampoco. Tras unos minutos en los que la vieja BM iba y venía de su coche al mío, mirando su coche y puteándome en sucesión constante (hasta imagino que habrá dejado un rastro en el asfalto), se ve que se le pasó un poco la ansiedad de su joyita, su bebé, su maravilla arruinada por esta ingrata bastarda, y se acercó hacia mi ventanilla una vez más, intentando una especie de disculpa.

-Lo siento- empezó a decir, y me tocó en el brazo que yo tenía apoyado en la ventanilla.

-Vos a mí no me tocás- fue lo único que atiné a decirle a la vieja BM, tras rápidamente retirar mi brazo con una sensación de asco e impotencia porque me había tocado. A veces, mis reacciones son demasiado yanquis. Aunque esta vez también hubo un poco de sentido común. ¿Quién disfruta si lo toca un ser anal, violento y con los pelos rubios teñidos electrizados como si hubiera puesto los dedos en el enchufe?

Para hacerla corta: vino la policía, nos corrimos a un estacionamiento a la vuelta, el cana nos interrogó por separado, y me hizo la multa, que pagué religiosamente (jamás negué que fuera mi culpa, y mi seguro se hizo cargo del baúl acordeonado de la vieja BM).

Ayer, al volver a ver el BMW en cuestión, y a la vieja BM al volante, ya desde mi Prius (el Mitsubishi pasó a la historia en noviembre de ese mismo año del choque), sentí lo que siento casi siempre que paso por la intersección en donde ocurrió el accidente: sonrío desde adentro hacia afuera, cómplice conmigo misma, pensando cuánto mejor es mi vida ahora que en la época del mentado choque.

Seguí por un rato a la vieja BM, que bajó en la misma salida que bajé yo, se adelantó vilmente (al estilo argentino, podría decirse) por el carril incorrecto a todos los que íbamos por el correcto, y se perdió en la lejanía.

jueves, 27 de octubre de 2011

Serendipity

¿Qué quiere decir "serendipity"? Según mi eterno compañero de aventuras, alias el diccionario, "serendipity" es (y traduzco) "la ocurrencia y desarrollo de eventos por casualidad, de un modo agradable o beneficioso". También, según el diccionario, su origen se remonta al año 1754, en el que Sir Horace Walpole escribió Los Tres Príncipes de Serendip, un cuento de hadas en el que los protagonistas "siempre descubrían, por accidente o por sagacidad, cosas que no estaban buscando". Algunos sugieren traducirlo como "serendipia", pero a mí me suena asqueroso, así que lo dejo tal cual, en inglés.

Esta mañana, mediante lo que podría entonces denominarse "serendipity", descubrí el misterio de qué hacer cuando se está intentando separar las claras de las yemas, y una de las yemas agarra, la muy puta, y se rompe y se mezcla con la clara. ¿Es posible separarlas en ese punto? La solución se me apareció, tan simple como profunda, por obra de "serendipity": hay que joderse.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Comentarios, comentarios

En un acto impulsivo de los que me caracterizan, y a pedido de mi numerosísimo público (de cuatro), en este  humildeperoemotivoacto quedan habilitados los comentarios. Se me portan bien, carajo, o tendré que anularlos.

La ubicuidad de lo inútil

De artefactos inútiles está plagada la viña del Señor. O, por lo menos, el mundo virtual, como bien puede verse en la más que modesta recopilación que el Huffington Post hizo, hace cosa de año y medio, de los artefactos más inútiles de la década. Claro, en esa lista es muy fácil darse cuenta de la inutilidad de dispositivos sin mayores pretensiones (y mi favorita, sin dudas, es la piedra mascota. ¡Quiero una YA!)

Pero cuando algo se hace pasar por útil, y es completamente inútil, es cuando el asunto se pone enfermizo. Miren, si no, este maravilloso adminículo que permite hervir huevos sin cáscara, porque todos sabemos qué terrible e injusta es la vida cuando hay que pelar los huevos duros.

Prontuario

Vuelvo a Fujiyama por primera vez, tras mi reciente coqueteo con la muerte, y me siento en una silla en el bar, como es costumbre cuando voy sola. Esta vez se me hizo un poco más tarde, y el restaurante está bastante concurrido, pero el bar está casi vacío. Elijo en donde sentarme, y pido mi típica ensalada de verdes y un roll de atún picante (nada de nigiri por hoy).

Notablemente, Jason está detrás del mostrador, como aquel fatídico día, preparando el sushi con sus manos expertas. El roll sabe divinamente, y tras terminar mi almuerzo y mi té verde (hace frío para Coca diet), me distrae un comensal que se sentó justo al lado mío, ¡como si faltara lugar!

-¿Estaba bueno?- interrumpe mis pensamientos con su pregunta de perogrullo.

-Espectacular, como siempre- decido responderle, tras haber meditado unos instantes en contestarle algo un poco más sarcástico y menos obvio. Lo que hace que me contenga es ver cómo Jason deposita frente a este buen hombre un plato lleno de nigiri de salmón. "Que haga su propia experiencia", pienso, y me retiro sin mayor parsimonia que un breve pero sentido agradecimiento silencioso por seguir viva en este mundo de gente tan arriesgada.

domingo, 23 de octubre de 2011

Reelección en Argentina

Qué puedo agregar. ¿Tenemos los dirigentes que nos merecemos? ¿También se aplica a los que nos fuimos?

martes, 18 de octubre de 2011

Mi calcomanía de Barack Obama

Recién pegué en el paragolpes trasero de mi coche una calcomanía que dice "Barack Obama 2012". Estoy lista para que me bombardeen con preguntas acerca de por qué apoyo su reelección. Mi respuesta es muy clara y simple: prefiero que Obama, con todos sus defectos, sea reelecto, a tener cualquier presidente republicano (y los precandidatos me dan miedo).

Por más mal que esté todo, es claro que con un loco de presidente (cómo olvidar a Dubya) sería todavía peor.

Apoyo la reelección de Barack Obama. Que se sepa.

viernes, 14 de octubre de 2011

Death by Sushi

Tras meditarlo profundamente (durante cinco segundos), he decidido contar esta experiencia, tal vez con la esperanza de salvar alguna vida, si alguien se encuentra en una situación similar a la mía de hace unas semanas.

En mis numerosas y frecuentes visitas a la cárcel del condado en el que resido, me encuentro cerca de uno de mis lugares favoritos para comer sushi, llamado Fujiyama. Voy relativamente seguido, dado que a veces cuento con poco tiempo entre visitas, con lo cual tengo una especie de categoría VIP: todos me conocen, y además saben que suelo estar apurada. Por otra parte, quien se precie de conocerme de verdad, sabe que no me arreglo ni con una hamburguesa pedorra de plástico, ni con un café con una dona como almuerzo. Necesito comida más o menos saludable, y que me genere un mínimo de satisfacción para seguir adelante con el resto del día. Fujiyama, entonces, es mi lugar ideal para un almuerzo rico y rápido.

Cuando voy sola a Fujiyama, me siento en la barra, y a veces los Sushimen (muchos de ellos, oriundos de Vietnam) me preguntan cómo se dice tal o cual cosa en castellano, y yo les pregunto a ellos cosas de su idioma, su cultura, etc. Tengo "coronita" (porque suelen darle prioridad a la preparación de mi almuerzo, incluso con el local lleno) y les dejo propinas tan sabrosas como el sushi con el que alimentan mi estómago y mi cerebro. Y todos quedamos contentos.

Cuestión que en una de mis visitas recientes, me senté en la barra, como siempre, y el Sushiman de turno era nada más ni nada menos que el dueño (o quien yo creo que es el dueño). El local estaba semi-vacío, porque todavía era temprano, y me gustaba la idea de comer tranquila sin demasiado alboroto a mi alrededor, antes de volver a la cárcel para una larga visita (que también tuvo sus consecuencias, que serán motivo de otra publicación).

El Sushiman/presunto dueño del restaurante se llama Jason (o ese es su nombre occidental), y pocas veces se lo ve detrás del mostrador preparando sushi. Suele estar sentado en una de las esquinas de la barra, con vista a la puerta, relojeando todos los movimientos del local. Pero esta vez Jason iba a preparar mi sushi, lo cual sentí como un gran honor. Y se ve que Jason también estaba emocionado por ser mi Sushiman de turno, porque me preparó mis cuatro nigiri (dos de salmón, dos de atún, mis favoritos) en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando me inicié en el sushi, allá lejos y hace tiempo, en Buenos Aires, una cosa que oí y que, por algún motivo, se quedó pegada en mi cabeza, es que las piezas se comen de un bocado. Nada de andar cortando o trozando las (ya trozadas) piezas de sushi. "Es ofensivo para el Sushiman" me dijo una vez alguien (a quien no respeto mucho en realidad), y a pesar de jamás haber intentado constatar dicha aseveración, extrañamente, la incorporé como propia. Me meto toda la pieza de sushi, por más grande que sea, en la boca, y le demuestro mi respeto al Sushiman, aunque el tipo esté en el baño y no pueda verme cuando me zampo su obra maestra.

Pero claro, Jason, en su afán de complacerme, me preparó cuatro nigiri que parecían más bien cuatro bifes de chorizo, por el tamaño que tenían. Los tres primeros no ofrecieron mayor inconveniente, y los deglutí con pasión, intentando saborear la exquisitez del sabroso pescado combinado con el arroz, la salsa de soja y el wasabi. Pero al llegar al cuarto y último nigiri, pasó algo extraordinario. Cuando digo "extraordinario", quiero decir exactamente eso: fuera de lo común. Y es que casi me muero.

Me metí el nigiri, todo entero, en la boca, y de pelotuda que soy nomás, me lo tragué casi sin masticar. ¿Que por qué lo hice? ¿No acabo de decirles que de pelotuda que soy, nomás? No le encuentro otra explicación. Me encanta el sushi, y por más apurada que esté, trato de no apurar la comida, sobre todo si se trata del último bocado de algo espectacular.

"Me lo tragué" dice la pelotuda. No, no me lo tragué; por lo menos, no inicialmente. El nigiri en cuestión se quedó atravesado en mi garganta (¿en mi esófago, tal vez?) a medio camino entre recuperar su libertad por el orificio por el que había entrado, o seguir su ruta para iniciar el ciclo de la digestión. Estaba ahí, atrancado, y no se movía para ningún lado.

Muchas veces, en la literatura o en el cine, cuando un personaje está a punto de morir, o en una situación que lo pone al borde de la muerte, se ofrece la imagen de que la vida entera de esa persona pasa por delante de sus ojos, en un segundo. Permítaseme decir que no fue eso, exactamente, lo que me ocurrió a mí. Lo que me ocurrió fue que pensé "Mierda, voy a morirme comiendo sushi. Qué tarada". Tras un par de segundos que se hicieron eternos (eso sí es igual que en las películas), me puse de pie rápidamente, y pensé "¡Tengo que pedir ayuda! ¡No puedo morirme así! ¡Quiero ver crecer a mis hijas, quiero volver a ver a mis padres y a mi hermano, quiero decir 'PUTOSSS' una vez más con Henar, quiero envejecer al lado de alguien que me ame, y quiero seguir comiendo sushi por muchos años más!" No sé si fue porque Jason me clavó la mirada (y cuando Jason te clava la mirada, te atraviesa con su sable de samurai), o porque el mismo movimiento de pararme ayudó, de alguna manera, a empujar el atascado nigiri a que siguiera su curso natural, hacia abajo a través de mi esófago, pero el hecho es que me lo tragué, finalmente, y no me morí, como podrán apreciar, porque estoy escribiendo estas líneas.

Jason parecía demandar una explicación a mi comportamiento repentino. ¿Qué era eso de pararse de golpe? ¿Tan apurada estaba la señorita argentina, que tenía que irse tan rápido? El hecho es que el atoramiento había durado unos pocos segundos, y nadie (de los pocos parroquianos presentes) pareció darse cuenta de que casi tienen que llamar a la ambulancia, a los bomberos y al forense. Y Jason parecía seguir demandando una explicación con sus ojos punzantes incrustados en los míos, que a esta altura ya estaban semi-llorosos.

"Nada, le puse mucho wasabi", atiné a inventar de la nada, mientras me sentaba nuevamente. Evidentemente, el estrés no ayudaba mucho a mi funcionamiento neuronal. Estaba temblando, y sonó como una excusa muy poco creíble. Pero no para Jason, quien pareció satisfecho con mi comentario y volvió a dirigir su mirada a su cuchillo y su mesa de preparación.

Me quedé unos minutos sentada, a pesar de que ya era hora de irme, intentando reflexionar sobre lo ocurrido en los instantes previos. Sí, casi me muero con un nigiri en la garganta. Pero lo menos digno de una muerte tan poco digna era pensar que ni siquiera había podido disfrutar de mi último bocado.

jueves, 13 de octubre de 2011

Condición sine qua non

La defensoría federal del estado de Oregon se comunicó conmigo para ayudar a uno de sus abogados en una visita a un centro correccional que queda muy cerca del límite con Idaho, con lo cual les conviene pagarme mi viaje en coche, de hora y media, desde Boise, en lugar de llamar a algún intérprete de Oregon (que seguramente estará más lejos que yo de Ontario, la ciudad en cuestión).

Me dirijo al sitio web del centro correccional para buscar la dirección, y curioseo la página en la que dictan las reglas para los visitantes. Me llama la atención, bajo el título "Protocolo en la sala de visitas", la sección de ropa. Además de las reglas obvias, como la prohibición de usar minifaldas, o escotes pronunciados, o indumentaria que pueda asociarse con cuestiones culturales controvertidas (pandillas, camuflaje, frases ofensivas), hay una regla que dice "los visitantes tienen que usar ropa interior".

Ahora, yo me pregunto: ¿cómo saben que todos están cumpliendo con esa regla? ¿Elegirán visitas al azar y las obligarán a desnudarse, para constatar que cumplan con la obligación? ¿Tienen cámaras con visión de rayos X instaladas en las salas de visita? ¿Utilizan oficiales caninos (léase: perros) entrenados para detectar bombachas y calzoncillos?

Por las dudas, tengo toda mi ropa interior limpita y puedo elegir tranquila. No sea cuestión que me ocurra lo que siempre me ocurre en mis visitas a los correccionales y cárceles: el famoso "no tengo qué ponerme".

domingo, 9 de octubre de 2011

Placeres varios

Matilda disfruta de un rico chocolate, mientras leemos juntas en Barnes & Noble. Tras lo cual, y de vuelta en casa, se da un baño y me pide que le corte el pelo. Mi única experiencia con las tijeras y el cabello fue en mi propia cabeza, hace como unos quince años, ocasión tras la cual tuve que acudir de urgencia a la peluquería, a que remediaran el experimento fallido. Pero Matilda no parece asustarse por mis antecedentes, y su tranquilidad me genera confianza: antes de que alguna de las dos se arrepienta, empuño las tijeras de mi escritorio (si mi casa se caracteriza por algo, debería ser porque tengo un par de tijeras en casi todos lados: cocina, escritorio, baño, cuartos de las nenas... ¡dios no permita que no encuentre un par de tijeras cuando las necesito!) Cuando termino, miro lo que la revista Billiken llamaría "modelo terminado". No quedó nada mal, me digo, y me doy, incrédula, una casi imperceptible palmadita en la espalda, mientras mi hija sonríe frente al espejo.

En plena lectura, antes del arriesgado pedido

sábado, 8 de octubre de 2011

La Paz y La Guerra

cuando abrimos la puerta, nos en-
sor-
de-
cemos
con el ruido de los aviones
que pasan rasantes
uno, dos, tres aviones

los ejercicios militares
nos sorprenden y el ruido
del primer avión es como una
escupida en la cara
patada en el estómago
una explosión de mal gusto
amplificada involuntariamente por la humedad
furiosa, desafiante
de la primera tormenta del
otoño
tardío

también, tardíamente, nos preguntamos
cuánto faltará
para dejar de vivir en un país, en un mundo
en guerra permanente
consigo mismo

miércoles, 5 de octubre de 2011

¿Debería ahorrar para mandarla al analista?

-¿Para qué sirve Shakespeare?

Matilda me sorprende con su pregunta, más que nada porque pronuncia a la perfección el apellido del bardo, y no sé muy bien qué respuesta está buscando. Tardo unos segundos en darme cuenta de que se refiere a una aplicación del iPhone (que suele birlarme para curiosear los pocos juegos que tengo).

Se me ocurren infinidad de respuestas a la pregunta de "para qué sirve Shakespeare" (la que más me gusta es "para tratar de entender este mundo de locos"). Le explico, sin embargo, y sin mayor ironía, que la aplicación contiene las obras completas del autor de Romeo y Julieta.

-¿Conocés la historia de Romeo y Julieta?- le pregunto a la vez, sin saber muy bien a dónde va a ir a parar nuestro diálogo (como siempre).

-Sí, es la historia de un gnomo que se enamora de una igual a él, pero las familias no se quieren. Al final se casan.

-Hmmm, más o menos, algo así, eso es la película "Gnomeo and Juliet", ¿no?- Veo que Shakespeare ya hizo su aparición en la vida de mi hija de ocho años, me guste o no la forma que adoptara para hacerlo. Siento que hay que hacer algo urgente-. La historia es un poquito diferente. Termina mal. Es una historia triste. ¿Te gustaría ver la historia original?- y apenas pronuncio esa última palabra, me doy cuenta de mi error. ¿Qué historia original? ¿A qué me refiero? ¿A que tiene que leer a Shakespeare? ¿O buscar sus antecedentes? ¿O ver alguna puesta en escena en Londres? ¿O ver alguna de las chiquicientas versiones cinematográficas, incluyendo la de ballet, con Nureyev y Margot Fonteyn? Antes de que termine de cuestionarme mi propia pregunta, Matilda me contesta con un rotundo "¡SÍ!" y se me ocurre, entonces, apelar a lo único que tengo a mano, aparte de la aplicación del iPhone, que es la película de Baz Luhrmann en DVD. Me fijo cuál es la calificación (porque todavía no la vi, es un regalo que estaba esperando el momento adecuado, que bien podría ser este) y es "PG13". Tengo mis dudas, más por la violencia que pueda tener que por las escenas amorosas.

-Perfecto- le digo a Matilda-. Acá está. Esta es la versión original.

Mientras vemos la película, extasiadas en nuestras diferentes lecturas, pienso en la famosa frase "Nada se crea, nada se pierde, todo se transforma". También pienso que el verdadero arte, por más violento o crudo que sea, no puede hacer daño. Y tengo la certeza de que estamos apreciando una verdadera obra maestra.

martes, 4 de octubre de 2011

Consejos de una vieja vizcacha

-Si te duele la cabeza- me dice Matilda-, no pienses en un castillo, porque te va a doler más. Recién probé.

Y le creo. Un rato más tarde, pongo a prueba su consejo, porque Vera está haciendo unos sonidos agudos insoportables, y empiezo a sentir el dolor. Pienso en un castillo, porque me acordé de que me dijo que no lo hiciera, y no me sorprendo cuando la jaqueca se agudiza.

El castillo que se me aparece es lúgubre, oscuro, de muros semi-derruidos y sombras grises o azules. Hay un líquido que parece petróleo derramado en uno de los lados, y no hay foso con pirañas ni reptiles, pero hay buitres sobrevolando las torres.

-¡Mamá!- me grita Matilda, alarmada-. ¡Te dije que no pensaras en un castillo! ¡Y estás pensando en uno! ¿Por qué?

Pero nunca tengo respuesta para sus mejores preguntas.

Sin derecho a réplica

-¿Cómo hostias te manda una un mensaje o te deja un comentario en el blog?- me pregunta Henar.

-Con un acto de fe- le respondo.

Como ya lo comenté en ocasiones varias (remitirse a esta publicación, y a esta, por ejemplo), tengo deshabilitada la opción para que mis lectores (qué optimista que soy, pienso en plural) dejen comentarios.

Algunos dirán que mi escritura se trata de mirarme mi propio ombligo. Y tienen razón. Con lo cual, no quiero decir que se queden callados la boca, mi querido público lector, sino que se sientan con total libertad de enviarme sus comentarios a mi casilla de correo en yahoo o gmail (mi nombre y apellido todo junto, pero con una sola "a" en el medio, arroba yahoo o arroba gmail, la que se les cante el moño).

Por otra parte, me encantaría que alguno de estos textos con ínfulas injustificadas de premio Pulitzer les genere ganas de escribir algo, o de decir algo en respuesta. Me sentiría muy orgullosa de ser la responsable de que inicien su propio cuaderno virtual.

lunes, 3 de octubre de 2011

Fecha de vencimiento

En una de las escenas finales de "El vengador del futuro" (otra espantosa traducción de un título de película, "Total Recall" en este caso), Douglas Quaid, alias Hauser (encarnado por Arnold Schwarzenegger) pone su mano en un dispositivo fabricado mucho tiempo antes, para encender un reactor que supuestamente permitiría crear una atmósfera de oxígeno en Marte. La pregunta que siempre me hago cuando veo (o recuerdo) esa escena es cómo saber que el aparato va a funcionar. ¿Es una cuestión de fe creer que algo que se creó mucho tiempo atrás y quedó abandonado puede todavía reaccionar del modo esperado? ¿No estará oxidado? ¿No se habrán atrancado los engranajes?

Esto se aplica a mí misma, en situaciones cotidianas, de las más simples a las más complejas. Desde utilizar una función en mi computadora, o teléfono, que jamás usé hasta ese momento, pasando por el encendido de los regadores todas las primaveras, hasta la posibilidad de escribir una buena historia, cuando desde hace años que no escribo ninguna. Demasiados años.

Pero, como Quaid, soy optimista. Me resisto a creer que mis mecanismos de escritura se hayan inutilizado con el tiempo. La comparación con el añejamiento del vino es un cliché que ya me tiene harta, con lo cual me remitiré a decir, lisa y llanamente, que la creatividad no debería tener fecha de vencimiento, sin importar cuántas décadas hayan pasado desde su último uso. Como Quaid, pongo la mano en el dispositivo, y me entrego.

El frío, la Real Academia y los pichones

Se me ocurre una frase que quiero decir, pero tengo dudas sobre la existencia de una palabra. ¿Cómo saber si existe tal palabra? Desde el segundo en que el diccionario de la computadora me la subraya con rojo, sospecho que no. De todos modos, lo intento y busco en el Diccionario de la Real Academia Española (todo con mayúscula, no sea cuestión de ofender a ninguno) y tampoco aparece. Hago una búsqueda en Google (que viene a ser Dios, pero siempre después del DRAE) y me da "0 resultados" y me propone más bien otra palabra que se escribe ligeramente diferente, y que es en portugués, y que en realidad no tiene nada que ver. Mi método científico es breve y conciso, aquí termina mi búsqueda, y con resultados más que excelentes: acabo de inventar el verbo "apichonar".

¿Qué es "apichonar"? Es obvio que proviene de "pichón", palabra que, como lo sabe todo hijo de vecino, quiere decir (y cito al DRAE)

(Del it. picciōne, y este del lat. pipĭo, -ōnis).
1. m. Pollo de la paloma casera.
2. m. afect. coloq. Persona del sexo masculino.

De lo cual se deduce (con el mismo método científico que apliqué anteriormente) que si mezclamos la acepción 1 con la 2, nos queda la definición de un hombre polludo. O pollerudo. O sea, cagón. Que eso sí que existe (no veo rayitas rojas subrayándome nada) y sabemos muy bien qué es. Si se olvidaron, pueden proceder al DRAE, e ir directamente a la segunda acepción (salteándose la de exonerar el vientre muchas veces): "Dicho de una persona: muy medrosa y cobarde".

El contexto de mi nuevo verbo, "apichonar", es el frío del invierno que se acerca inevitablemente, como todos los otoños. Y lo que quería escribir desde hace cuatro párrafos y no podía hasta ahora (en que dejé bien asentada no sólo la existencia, sino también el significado de mi palabra) es que EL FRÍO NO ME APICHONA.

El frío no me apichona. Este año, decidí que ya no le tengo más miedo, y que no me voy a enojar cuando llegue (que, por lo que sospecho, será pronto).

domingo, 2 de octubre de 2011

Cero horas, dieciocho minutos

(21 de julio de 2011)

Ya es jueves, día de recolección. Saco la basura, y cuando termino de empujar el tacho con rueditas hasta la vereda, veo, a lo lejos, la silueta de lo que parece un coyote, tal vez un lobo, que trota por la calle. Más bien se diría que vi un fantasma. Masa incorpórea, nube de pelos... ¿Vi, o me vieron? La media luna amarilla, apenas borroneada por unas pocas nubes, de una perfección egoísta, me mira y se ríe, como siempre. "Andá", pareciera decirme la muy desgraciada. "Andá, metete otra vez y ponete los auriculares. Seguí perdiéndote este espectáculo". Y yo, que nací para someterme a sus caprichos, le hago caso y me voy.

Memoria y Traición

(2 de enero de 2009)

Me sorprendió ver mi nombre, hace pocos días, como supuesta traductora de un cuento de Philippe Djian que no traduje yo (el enlace a la publicación digital original ya no funciona). Mi viejo me mandó, todo orgulloso, el enlace en cuestión, para que yo viera lo que (pensaría él) no le había contado: una traducción mía publicada en el suplemento cultural de un diario argentino. Me quedé helada.

Primero, pensé que se trataba de una broma de mis viejos, del día de los inocentes (esto salió publicado el 28 de diciembre, y yo les había hecho una broma a mis viejos ese día; pensé que se quedaron algo calientes, y me retrucaban con algo que me diera un poco de escalofríos).

Después, cuando me juraron y recontrajuraron que era auténtico (y cuando les creí), se me ocurrieron tres teorías acerca de por qué figuraba mi nombre:

1) Existe otra Diana Arbiser en este mundo, que además TAMBIÉN es traductora (opción más descabellada, pero no por eso menos probable), o bien,
2) alguien que me conoce me quiso hacer una broma, o, finalmente,
3) alguien se afanó esta traducción (¿este cuento ya estaría traducido al español?) y, para protegerse y no poner su nombre, puso el mío (esta opción puede combinarse con la opción 2, porque tiene que ser alguien que me conoce, no se explica, si no, cómo figura mi nombre ahí).

Algo, no sé qué, me hizo pensar en Sergio Olguín. Le escribí, confiando en que él (escritor, periodista y ex-director de la "V de Vian", revista con la que yo colaboraba en los años 90, como fotógrafa y traductora) podría averiguar la respuesta. ¿Habría yo hecho esa traducción para la "V", allá lejos y hace tiempo? No, no era posible, tendría que recordarla; no sólo por lo exótico del cuento, sino por lo mala que es la traducción.

Le escribí sin demasiadas esperanzas; las tres direcciones de correo electrónico que conservo de él tienen, sin duda, más de dos años de antigüedad, y eso (lo sabemos) es la prehistoria en el ciberéter. Me atrevería a apostar a que su padre sigue viviendo en la misma casa de siempre en Lanús, pero no a que Sergio sigue conservando alguna de estas direcciones de correo.

La providencia quiso que no realizara mi apuesta a viva voz, porque muy mal me hubiera ido: recibí una respuesta enseguida. Me resultaba muy guarango ir al grano sin un "Hola, ¿cómo andás, tantos años?" Pero fui guaranga, y mucho, porque la situación lo exigía. Mi mente ya maquinaba pedidos de hábeas data para ver quién habría robado mi identidad. Empiezan por poner tu nombre en una traducción apócrifa, ¿qué sigue después? ¿Robo de datos bancarios? ¿Impuestos impagos atribuidos a mi persona? ¿Hijos no reconocidos? Le planteé a Sergio mi dilema y quedé encomendada a su buena voluntad para que me averiguara qué carajos era este complot internacional contra mi persona y mi buen nombre.

Mi paranoia fue a dar de bruces (junto con mi orgullo por mi "memoria brillante", de la que trato de no hacer alarde sin demasiado éxito) cuando Sergio me dijo que yo había hecho esa traducción. Que desde hace un par de meses, es el responsable de la sección de cultura de ese diario y eligió publicar el cuento de Djian que yo había traducido del francés para la "V", quién sabe cuándo.

Todavía en estado de semi-conmoción, sigo sin entender cómo pude haber olvidado que traduje ese cuento. Lo leo y lo releo y no logro recordar nada. Y sigo pensando, como pensaba antes de saber que era mía, que la traducción da lástima.

Bueno, alguna publicación en inglés tenía que haber

(July, 2009)

So my two bookshelves collapsed, and in the middle of the chaos of rubble, torn books and shattered glass, I found my old magnetic poetry set.

Totally ignoring the task of cleaning up this ridiculous mess, I sit down with the board on my lap, looking at what survived:

look above
snow here
when
color melts our
dream will have to
take off too

if time could always be
a sky petal

they sizzle and shiver
as rain falls
like fire

all I ask from you is to
remember

cry between morning and night
did we keep a dance
which or how

my only wedding is
with nature

party
every day
month season

summer
springing

child
and green and
never
dark


I know there was more. All gone now. But this last one, the penmanship of which is, unmistakably, Vera's:

mom thinks a
happy love

Para terminar de una vez por todas con este temita de facebook

No voy a extenderme demasiado con esto, porque creo que no merece tanto espacio ni explicación, por lo que simplemente diré que mi decisión de irme de facebook tiene que ver con una necesidad de estar más a solas con mis pensamientos, y de tener más vida privada (y eso incluye no ver la vida privada de los demás). Facebook había empezado a hacerme mucho ruido y también a hacerme agua.

Y punto.

La Z de Zorro


Hoy se me cruzó un zorro (sí, era un zorro, igualito al animal que se ve en la imagen, pelos más, pelos menos) mientras venía manejando por Boise Avenue hacia casa. Otro que anda perdido buscando el otoño.

sábado, 1 de octubre de 2011

Pequeñas felicidades

Hoy estoy feliz porque todavía sigue el calorcito, a pesar de que ya es 1º de octubre, y se supone que el otoño empezó hace más de una semana. Hay UN árbol en la cuadra que se dio por enterado, y tiene hojas amarillas todo alrededor; el resto de sus congéneres sigue con sus hojas verdes y bien puestas. Yo no me quejo, y sigo almorzando en el jardín, mientras el tiempo acompañe.