Cuando llegó a mi vida, hace dos años y medio, yo sabía que él fumaba, pero me había dicho que estaba tratando dejar. Siempre un continuo, un gerundio: tratando, intentando, probando, luchando. La frase que usó, sin embargo, y que me conmovió, fue algo así como que se había dicho a sí mismo que iba a dejar de fumar el día que tuviera a quien darle un beso de buenas noches. Pero las noches pasaron, los besos se hicieron cada vez más esporádicos, y el cigarrillo siguió estando siempre presente. Casi como un recordatorio ardiente y mudo de lo que no pudo ser, de lo que jamás será. El cigarrillo es, en cierto modo, una causa lateral pero inevitable. El cigarrillo es el símbolo de la falta de compromiso, y de la falta de interés en un futuro juntos. Cigarrillo equivale a enfermedad y muerte en mi cabeza. Y hay ciertos tipos de muerte que ocurren incluso antes que la desaparición física. Entonces sé que cuando hablo de la tipa del Pontiac rojo, en realidad estoy hablando de él, y que su espejo retrovisor es mi beso de buenas noches. Irrelevante. Olvidable. Segunda prioridad (que es casi como decir prioridad de segunda). Su cigarrillo es el cigarrillo siempre encendido de alguien que, en mi vida, poco a poco se fue apagando.
El semáforo se pone verde. Salgo rápido, para poder pasar al Pontiac rojo y abrir las ventanillas. Las abro casi tan abruptamente como las cerré, pero esta vez las abro del todo. El viento inunda nuestro pequeño universo, revuelve las cabelleras, los papeles sueltos, las ganas de que este verano no termine nunca. Como todos los veranos, desde que me mudé a Boise, este es breve y tiene un final que se vislumbra en las noches más frescas y el comienzo incipiente de las clases. Y siempre está el verano próximo, claro, como expresión de deseo necesaria, para poder pasar el invierno que se me viene.
Acompaña Nerina Pallot, con "Cigarette"