Tengo 43 años. Me considero una persona educada y escolarizada. El tratar con delincuentes de todas las clases sociales me enseña día a día, aún más, a poder detectar a distancia el tufillo de una estafa. Y, sin embargo, una de las estafas más grandes y mejor sistematizadas, que está perfectamente institucionalizada y que es 100% legal, es la que me resulta más difícil de evitar, cuando te pasan el catálogo después de darte el aburrido discurso. Me refiero a la famosa estructura piramidal, o venta directa, o (como me gusta llamarlo a mí) "sistema Tupperware de te-vendemos-mierda-a-precio-oro".
A pesar de haberme prometido a mí misma que jamás volvería a hacerlo, el jueves por la noche, accedí a concurrir a una de las famosas "fiestas" de venta directa. Aclaración que no justifica nada: la fiesta se hacía en casa de un amigo de Matilda, con lo cual se me presentó la excusa de "llevo a Matilda a jugar a lo de un amigo" que nubló un poco mi percepción de a qué iba yo realmente a este lugar.
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"¡En los años 80, esto y la cadena de peluquerías
de Roberto Giordano van a ser furor!" |
Lo que aquí se menciona como "fiesta" no es más que un eufemismo por "vamos a venderte algo y disfrazártelo de forma que creas que lo necesitás y querés comprarlo". Estas "fiestas" de venta directa no son más que la ejecución de un sistema piramidal que puede entenderse como estafa, en el que una 'representante' de la empresa en cuestión exhibe una serie de productos de su línea, mencionando las increíbles ventajas de dicho producto (que es sospechosamente similar a infinidad de productos de fácil y mucho más accesible adquisición en cualquier comercio) y entregando catálogos a las asistentes (mujeres, siempre mujeres) que sienten la presión social de comprar estos productos que no necesitan en lo más mínimo. ¿Por qué? Hay una dueña de casa (que no es la que vende, sino que es la "anfitriona" de la "fiesta") que se ve beneficiada con la venta de los productos. Es la anfitriona quien invitó a las asistentes, que son sus amigas o conocidas, y que sienten esta casi inevitable presión social por comprar para dejar contenta a su amiga. Sí, suena como una gran pelotudez, pero les juro que funciona. El que lo inventó no es ningún boludo. Las boludas son, lamentablemente, las mujeres que piensan que pueden ganarse la vida revendiendo estos productos, y subiendo en la escala imposible de la pirámide, con promesas de ganancias que nunca ocurren. Y las boludas somos también, por cierto, las que compramos los productos.
Mi primer tropiezo con el sistema piramidal fue, años atrás, en Argentina. Mi ex cuñada me había invitado a un evento de la firma Amway, y fue sólo pisar ese lugar para detectar el olor a estafa. No sé, tal vez en Argentina estas cosas me resultan mucho más obvias y menos disimuladas, porque a pesar de haber tenido 22 o 23 años en ese momento, pude darme cuenta de que era un engaño feroz, y pude sacarla a ella intacta y sin daños materiales que lamentar (la hora y media que perdimos escuchando a oradores entrenados para seducir a pobres chorlitos, sin embargo, es tiempo en mi vida que jamás recuperaré). O tal vez la estafa era más fácil de percibir, porque esta "fiesta" fue a nivel institucional: no era en la casa de nadie, sino en un edificio de oficinas, en donde funcionaba la tal Amway en cuestión. Es posible también que las estafas en Argentina todavía tengan mucho que aprender de países más desarrollados para poder ser más efectivas. Aunque no dudo de que muchos pobres incautos habrán caído en la trampa y todavía estarán endeudados por eso.
Ya en estos pagos yanquis, en el año 2004, me invitaron a una "fiesta" de Pampered Chef. Recién llegada a Boise, y sin conocer a nadie, acepté un poco a regañadientes ir a la casa de una compañera de trabajo de mi ex marido, más que nada para escaparme un poco de mi angustiante rutina de lavar, cocinar, cambiar pañales y desesperar por no poder trabajar. Terminé comprando varias cosas para la cocina que no necesitaba ni quería comprar, pero en ese momento me importó un pepino, porque tuve dos horas de paz y tranquilidad, sin llantos ni reclamos ni caca que limpiar.
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"Y ahora, ¿en dónde carajos guardo toda esta merda?" |
En el transcurso de los años siguientes, asistí a varias "fiestas" más: un par más de Pampered Chef, una de Mary Kay, y seguramente alguna más que ni recuerdo. Nada memorable, por lo visto, excepto por el hecho de que siempre, inevitablemente, terminé comprando cosas. Mi billetera salía más flaca y mi conciencia más gorda. Es tan común este sentimiento en este país que hasta tiene un nombre: "buyer's remorse" o el remordimiento del comprador. Jamás había oído hablar de tal cosa mientras vivía en Argentina.
Tras varias "fiestas" después de las cuales llegué a la conclusión de que hubiese preferido haber estado cambiando pañales con caca, me juré a mí misma que jamás de los jamases volvería a asistir a una. Ya no hay pañales ni rabietas infantiles, pero vale más mi tiempo malgastado en mirar el techo que escuchar la sarta de pavadas que es capaz de decir una mujer adoctrinada e ilusa, que piensa que va a poder ganarse la vida endeudando a las amigas de sus amigas.
Así y todo, y creyendo que lo tenía todo controlado, volví a caer en la trampa. Lo que es peor, no sólo fui a la fiesta, sino que terminé encargando una cartera (sí, era una venta de bolsos y carteras) que ni quería, ni necesitaba, ni estaba en mis planes. ¿Cómo pudo ocurrirme esto? Todavía no lo entiendo. Y repito: el que inventó esto sabía lo que hacía.
Dos días más tarde, mientras manejo, volviendo a casa tras una salida de amigas, paso por una esquina y percibo cómo un coche quiere meterse en la avenida por la que circulo y doblar antes de que yo pueda pasar (lo hace medio segundo más tarde, detrás de mí, y me pasa a una velocidad mucho más alta que la permitida). Es un BMW (¿será posible que
siempre terminan siendo mis archinémesis estos benditos coches alemanes?) con el sombrerito de Pizza Hut adherido al techo. Me cuesta mucho creer que un empleado de Pizza Hut que hace el reparto maneje un BMW, pero ahí va, el muy salame, a mil por hora para que no se le enfríe la pizza, o para poder irse pronto a su casa, o porque le gusta la velocidad, vaya a saberse... Mi cabeza, sin embargo, elucubra otra teoría: ¿y si no se tratara de reparto de pizza, sino de alguna otra cosa? ¿Sustancias prohibidas, actividad gangsteril, prostitución a domicilio? Mi mitad aventurera (el otro hemisferio de mi cerebro, el polo opuesto al que se deja convencer de la venta de Tupper-mierda) siente la urgente tentación de seguir al BMW, cuando dobla a la derecha un par de calles más adelante. Tengo que decidirlo muy rápido. Si me paso, es difícil dar la vuelta, y voy a perder al posible conspirador disfrazado de repartidor de pizza... pero decido seguir derecho por mi avenida, e ignorar la posibilidad de morir quemada por una bala calibre 45. Rufus Wainwright aparece azarosamente en mi selección musical, con "Grey Gardens", que me acompaña durante el resto del trayecto a casa, y termina justo en el momento en que termino de estacionar el coche en el garage.
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"Ma qué pizza ni ocho cuartos. Comprame mis
productos Avon o te meto en el baúl y sos boleta" |
Cual película con varios escenarios posibles (referirse a "Corre, Lola, corre" para saber de qué estoy hablando), sé que el desenlace habría sido otro si hubiese seguido al BMW de Pizza Hut. También sé que esta tarde voy a llamar a Anna K, la representante de la venta piramidal de carteras, para decirle que cancelo mi pedido. El recibo dice que tengo tres días hábiles para hacerlo sin cargo. Al fin y al cabo, esto es Estados Unidos. Nadie me va a preguntar por qué lo hago, principalmente porque todos saben que la compra indiscriminada e impulsiva es parte de la cultura popular.